Francisco en la contingencia de la secularización argentina

Pablo Semán (CONICET-UNSAM) 

2 argentino y peronistaApenas conocida la noticia se activaron las hipótesis que con alborozo o con enojo suponían a Bergoglio el Wojtyla de America Latina y todos parecieron jugar como si el colegio cardenalicio hubiese resuelto elegir al presidente de la Republica Argentina y no al Obispo de Roma. La afirmación de que la situación desbalancea radical y definitivamente la relación de fuerzas entre el gobierno y la oposición es correcta, grosso modo, o sea que no lo es porque ignora el diablo de los detalles. Entre ellos los siguientes: la dimensión de la escena vaticana, que exige y posibilita dramáticamente un cambio en el catolicismo; la escena religiosa latinoamericana y sus complejas condiciones para la actividad que procure ese cambio; y, finalmente, las tensiones de nuestra sociedad, en las que la libertad del Estado frente a la religión (y viceversa) no es el resultado de una arquitectura perfecta e inmutable sino de una cambiante suma algebraica de números muchas veces extremos. Recorremos estas dimensiones y como resultado de ello entendemos mejor que quiere decir “secularización” y cuáles son sus características en la Argentina. Este punto es clave: la secularización no es un proceso, que tiene tiempo y grados. La secularización es, antes que eso, el proceso por el cual se constituye el dominio de la religión y por el cual se inaugura una dinámica de conflictos por la localización, acotamiento, definición y confinamiento de aquello mismo que se crea: la religión. Así lo que llamamos secularización es siempre un campo de conflictos y el ideal de separación pacífica, absoluta y definitiva es un mito que obstaculiza el análisis. La secularización, la laicidad y la creación del dominio de la religión son parte del proceso histórico de creación de una frontera movil y permanentemente en cuestión. Ese es el contexto conceptual en que es necesario analizar la relación de fuerzas afectada por la novedad de un Papa Argentino[1].

Todo lo que sigue fue escrito al calor de los sucesos, prescindiendo de la explicitación de un aparato crítico y abusando de las condensaciones, que los buenos entendedores podrán leer caritativamente: allí donde se imagine un cita cifrada efectivamente hay un comentario de la bibliografía conocida. Allí donde se sienta su ausencia tal vez no sea tal. Este texto no se propone más que una reacción inicial, tratando de abrir el debate en relación a otras reacciones iniciales que consideramos y discutimos.

I- El escenario Vaticano

La decisión del cónclave por Bergoglio, ante el sorpresivo fin de su papado de Ratzinger, consolidó una tendencia que probablemente fuese fuerte desde antes, pero que en el contexto de la renuncia de Benedicto se vio reforzada y ganadora en la misma pulseada que había perdido en 2005, cuando el Cardenal Martini y sus aliados no pudieron frenar al PanzerKardinal. En este contexto la decisión del colegio cardenalicio también suena a la tentativa de adoptar el plan B una vez que el A, en el que se ha insistido, ha fracasado y ha dejado a la Iglesia Católica casi sin retorno, frente a un límite ante el cual parece difícil, prácticamente, retroceder. Ese camino era el de mantener el rumbo a pesar de todo, y, sobre todo, en relación a tres circunstancias conectadas entre si en un círculo vicioso de angostamiento de la influencia del catolicismo en Europa y América Latina.

Las dos primeras de esas circunstancias son la pérdida de prestigio debida tanto a la combinación de crímenes sexuales y financieros como al ejercicio descarado de una conducta pública reñida con los valores predicados, y la distancia censora, irritante y, finalmente irrelevante, respecto de los rumbos asumidos por las diversas sociedades en las que el catolicismo está implantado.

Ellas son parte de una declinación general. Aunque el catolicismo tiene el mismo peso demográfico global que en 1910 (cerca del 16% de la población mundial), vio transformada la distribución y la calidad de su presencia. Los latinoamericanos sobrepasaron a los europeos como el grupo más numeroso de católicos y la evangelización en África y Asia promete hacerlo en no mucho tiempo más. Pero el Catolicismo que fue cuna de Estados, patrias y aún el núcleo rector del sentido común aparece como una entidad secundaria en buena parte de Europa, como fuerza marginal en los países de nuevísima evangelización y vital, pero amenazado, en América Latina. El centro demográfico de la cristiandad se desplazó, y desde hace no menos de 40 años las iglesias y las teologías latinoamericanas están en el centro de las preocupaciones de la Iglesia Católica. Más allá de la cantidad de cardenales, y más allá de los mecanismos que distorsionan y retrasan el peso de las iglesias de América Latina en el universo católico, cambió la relación de fuerzas. Tanto al interior del catolicismo como respecto de las sociedades en que se desarrolla, en un sentido que hace más débil su presencia aunque esté, al menos en la superficie, igualmente extendida.

La tercera -aunque tal vez como motor de las dos circunstancias anteriores- es el cierre de la Iglesia Católica sobre sí misma. El Concilio Vaticano II había impulsado una actualización en la doctrina y los modos de hacer iglesia que hacía converger al Catolicismo con algunos de los signos de su tiempo. Pero esta fue saboteada desde los inicios de su puesta en práctica hasta ser literalmente enterrada con los ejemplares castigos ejemplares impuestos a Leonardo Boff por “marxista” y a Hans Kung por “liberal”, y con el Sínodo Extraordinario de 1985, que, convocado para “luchar contra las falsas interpretaciones”, permitió declarar a Juan Pablo II que se «había acabado el tiempo de las experiencias». El Papa polaco compensó con la recuperación de Europa oriental, con viajes, carisma personal y varios centenares de santificaciones, las pérdidas de almas y de dinamismo por parte de una iglesia que, por no cambiar, se aislaba de sus fieles y de las generaciones de relevo de esos fieles. En ese mismo contexto histórico, los organismos vaticanos, y en especial el colegio cardenalicio –su colegio electoral– fueron construídos a la medida de la agenda conservadora. Los cardenales que ungieron a Ratzinger habían sido ordenados por Juan Pablo II con el ánimo de combatir la heterodoxia y los creados por Ratzinger fueron seleccionados por adherir a su creencia de que el catolicismo podía reducirse a una pequeña comunidad dogmática autodesignada como virtuosa representante de la humanidad. En ese plantel estable de hombres cada vez más viejos, cada vez más separados del mundo, y peor vistos, se creó la situación de ahogo en la que Benedicto XVI solo veía posibilidades de empeorar y en la que se manifestó la necesidad de un candidato como Bergoglio para cambiarla. Incluso tal vez haya sucedido que, con lógica perversa, el bando perdedor haya pensado en dejarle el fardo ardiente al bando ganador para luego de un previsible fracaso retornar. Si hubo buena fe, como la que le atribuye Leonardo Boff a Ratzinger, entonces se trata del simple reconocimiento de la derrota de un proyecto.

Más allá de eso se trata de una decisión que, tomada en el límite de la falta de resultados y de legitimidad de la repetición conservadora, abre los espacios para el cambio cuya exigencia reprimida y acuciante se revela en la fervorosa recepción de Francisco (en ese contexto es imposible no preguntarse ¿qué sería de esos Católicos si su Iglesia mantenía el rumbo Ratzinger? ¿Que sentían esos Católicos con un Papa como Benedicto XVI?). Expresiones como las que pueden verse en esta nota pueden no ser verdaderas pero demuestran que hay una necesidad de construir a Francisco como un hombre que hace volver a los católicos a una Iglesia que no los convocaba. Luego de 8 años de contención, de no tener como reivindicar un Papa, los católicos activos, que realmente tienen devoción por el Ministerio de Pedro encontrarán un aliento vital.

El nuevo Papa viene de una corriente que asume las realidades que impone la modernidad para combatirla, para insuflarle cristianismo a la humanidad “perdida” en los laberintos del individualismo (el desencuadramiento del orden jerárquico naturalizado) y el hedonismo. Y ese cristianismo que se quiere inyectar a la modernidad es un cristianismo de jerarquías personales, sociales y naturales que se horroriza tanto con el individualismo como con el conflicto de clases. En términos de ideología religiosa, se trata de un conservadurismo activo, que se propone disputarle la sociedad al modernismo individualista e igualitario con el aditamento de hacer suyo un reclamo por el nuevo estado de la cuestión social. De la misma manera que la izquierda no piensa sólo en proletariados clásicos, el Catolicismo del siglo XXI tampoco se quedo en «Laborem Exercens» e intenta hacer pie en las villas, organizar trabajadores informales, habitantes del suburbio, migrantes y sujetos en las más variadas situaciones de esclavitud. Catolicismo e izquierda, con demoras, han tomado nota de los cambios en la morfología social y, con algún esfuerzo, han dejado de proyectar como escenario ideal el de un retorno (hasta deseable, pero imposible) a los buenos viejos tiempos del welfare. Aún cuando se diesen cambios de la potencia de una revolución, el punto de partida es otro y las nuevas igualdades se construirían con otros planes y en otras dimensiones. En ese sentido la posición de Bergoglio se alimenta de la experiencia de una Iglesia Católica que perdió muchísimo cuando consintió la exclusión de millones de los que se alejó tanto que no pudo asistirlos siquiera “espiritualmente”. Los dejó tan afuera de su alcance que cualquier otra alternativa religiosa pudo llegar antes que ellos. Defender el interés de los más pobres ha sido en esa experiencia ponerle racionalidad al desenfreno neoliberal más que combatirlo y con un fin muy claro: evitar el naufragio demográfico de la Iglesia. A diferencia de la doctrina Ratzinger no hay cansancio que valga. Ante el Estado se actúa como si todo el mundo fuese católico impostando un constantinismo, una añoranza de cesaropapismo que está realmente agotado. Pero de él se saca provecho marginal (el día que los políticos se den cuenta que el catolicismo no necesariamente moviliza al pueblo esa fuente residual estará seca). En la sociedad civil, en cambio, se asume la competencia y se sale a rescatar las almas casa por casa incluso solicitando la discriminación positiva del Estado.

Un mínimo de conciencia acerca de la rigidez y la distancia hierática de la Iglesia torna a Bergoglio “renovador” y un mínimo de sensibilidad social lo hace “popular”. Pero si se usa la escala de las diversas formas de sentido común de nuestra sociedad, de su promedio, el carácter renovador de Bergoglio sólo se nota vis-a-vis Monseñor Aguer o el Obispo Williamson.  Muchos de los que temen que Bergoglio sea un Wojtyla para América Latina pueden aumentar tranquilamente su temor si consideran que, con toda su calle, con tecnologías que la fabricación de eventos históricos a plazo fijo, y la omnipresencia virtual que calca, fortaleciéndolo, el imaginario católico, Francisco será una figura pop mundial.

tapa gente

Sin embargo es preciso tener en cuenta que la necesidad de cambio que afronta el catolicismo no solo exige que Bergoglio sea Francisco sino que hace imperativo que sea muchísimo más Francisco que lo que nunca imaginó ser. No referiremos aquí lo que se deriva de las enormes dificultades legales y financieras que afronta el Estado Vaticano (lo que configura un capítulo clave, que, además, acentúa el carácter del desafío que afronta Francisco). Tomaremos en cuenta apenas una parte de las distancias entre el catolicismo y las sociedades en que está implantado: son tan importantes que la reparación que Dios quiso pedirle al Santo de Asís supone hoy exigencias multiplicadas para el Papa que invoca su legado. El catolicismo europeo pierde aceleradamente influencia moral y política en Europa al punto que sus principales problemas empiezan a ser económicos (y no sólo para el Vaticano, sino, también, para mantener las parroquias). Y se agregan a esto los peligros de vaciamiento que afronta el catolicismo en América Latina. Y todos ellos derivan de situaciones que la Iglesia Católica no solo no considera negociables sino cruciales  signos de la fe. En ese contexto Latinoamérica es un escenario en el que se procesará privilegiadamente la voluntad de cambio que declara Francisco y donde se apreciaran las diferencias con el caso Wojtyla.

II- América Latina: el bastión amenazado

La liza religiosa es dependiente de la política en un sentido diferente al que suponen quienes creen que el Papa es una especie de agente de la contra-revolución permanente. Es más fácil que Francisco sea condicionado por la política y la geopolítica a que ésta sea condicionada por Francisco salvo situaciones excepcionales. Resulta difícil creer que afrontando tantas dificultades en el campo religioso el Papa se ponga a granjearse enemigos innecesarios y difíciles de vencer en los conflictos políticos nacionales. La situación de la Iglesia Católica en las sociedades latinoamericanas  debe concebirse como la de una fortaleza amenazada en el propio campo religioso y en el más amplio de la cultura. Hay por lo menos tres vectores que representan una amenaza al predominio que el catolicismo quizás tuvo y, en algún grado, cree ostentar.

América Latina tiene el mayor número de católicos, pero es también la tierra en que más crecen los evangélicos en relación con la población y a expensas del catolicismo. En casi ningún país representan menos del 8 % de la  población y en varios oscilan entre el 20% y el 30%, incluyendo el populoso Brasil. Crecen a partir de las grandes iglesias presentes en la escena urbana y mediática, y a partir de pequeños grupos barriales como “manzaneros del Espíritu Santo”. Quienes tracen paralelos con Polonia deben pensar que los barrios populares de las grandes periferias urbanas son los astilleros de Danzig de América Latina: ahí se sitúa un contingente estratégico para cualquier empresa espiritual y política. La posición de Francisco, dejar de ser una “ONG piadosa”[2], es, en esa competencia con los evangélicos, y con las pretensiones laicistas del Estado, una apuesta clave: hacer solidaridad y que con ella llegue la influencia cultural del catolicismo (algo que no ocurre porque el catolicismo extiende la mano pero habla en japonés y excluye, en la vida cotidiana de las parroquias, todo tipo de situaciones “anormales”: los separados, los alcohólicos, los mas más pobres que el promedio, por dar pocos ejemplos). Izquierda y derecha católicas llegan a los barrios con sus opciones “por los pobres” mientras los pobres se identifican con la sensibilidad de los evangélicos que los integran como iguales aun cuando se lleven, cada tanto, la bolsa de harina de la parroquia. Esa bolsa que, muchas veces, con modo avinagrado le ofrece la doña rica a la madre soltera y pobre. Dejar de ser una ONG piadosa implica, también, abrirse a nuevas ideas litúrgicas, ser más ampliamente inclusivo y asumir, en otro eje, que el pueblo de Dios desea y gusta de pan y de milagros. El Cristo que anda en la historia luchando es atractivo para intelectuales de toda laya. Pero el Cristo histórico de los pobres realmente existentes, metafórico o fantástico para las teologías eruditas, levanta muertos y devuelve la vista a los ciegos. Fuegos que caen del cielo, serpientes, plagas y mares que se abren no son sólo metáforas y tampoco estamos presuponiendo que por que sean “literalidades” reflejen a hombres y mujeres menos capaces o dignos. Es infantilizar a ese pueblo presentarle las gestas políticas como equivalentes de algo que en su imaginario tiene una entidad propia y superior: se llaman milagros y no son epifenómenos de nada que no sea un cosmos encantado. Y, además, el catolicismo infantiliza y pierde, pretendiendo reglar sexo y sexualidades cuando los jóvenes acceden a ellos por vías más plurales y más intensas que las que disponibiliza el mundo antiguo a través de la escuela y la familia. Esos jóvenes empiezan a irse del catolicismo justo en el momento en que éste pretende evangelizar pulsiones y deseos y en que ellos comienzan a hacerse adultos y a procurar sus propias orientaciones morales. Así que allí donde el catolicismo se vuelve inflexible con sus fieles éstos van optando por el divorcio respecto de la Iglesia, acentuando la sustracción a su influencia.

En las clases medias el catolicismo pierde influencia de forma absoluta o relativa. Si una parte de ellas, quizás minoritaria, se sustrae al influjo de todo lo que sea religioso otra construye posibilidades creyentes en las que se tejen principios católicos con derivados orientales, nociones psi, y sexualidades que admiten casi todo lo que la jerarquía católica se permite de forma reservada y exclusiva a los ordenados. No se trata del fin de la religión y tampoco del fin de las instituciones religiosas. Son prácticas que no tienen formato de Catedral, de parroquia ni de misa, pero adquieren consistencia en pequeños grupos y en rutinas individuales mediadas por nuevas y viejas tecnologías. Lenguajes de energías y vibraciones que, todo lo superficiales que se crea, son además penetrantes y transforman el lenguaje a partir del cual los sujetos se apropian de otras verdades religiosas. La metafísica de la supuesta desinstitucionalización religiosa debe disolverse en la aprehensión de las formas en que se instituye la religiosidad contemporánea. No sería extraño, pero si trágico para el sentido del catolicismo que sostiene Francisco que alguien le desee buenas vibras para llevar adelante su misión. En ese malentendido posible se revela la distancia entre el catolicismo y una parte creciente de la imaginación religiosa contemporánea.

En el plano de las élites, las cosas no son diferentes. Las nuevas generaciones de dirigentes políticos,  empresariales e intelectuales experimentan sucesos e influencias alternativas y opuestas al catolicismo: divorcios, homosexualidades, viajes espirituales a la India, cosmopolitismos, convicciones protestantes y consumismos son parte de la sensibilidad de grupos sociales que antes, de una forma más maciza e intensa, tenían como gran referencia al catolicismo tanto en el plano individual como en el colectivo.

Por abajo, por el medio y por arriba el catolicismo ve cuestionada su autoridad de una forma que no siendo total ni definitiva revela que la masa sociodemográfica en que se apoya en América Latina es amplia pero tiembla. Sólo Dios sabe cuánto necesita la Iglesia romana del fin del celibato y de mujeres igualadas para reclutar vocaciones y para estar cerca del drama humano sin atacarlo con soberbia indolente. Lo central es que el catolicismo perdió centralidad e intensidad en la organización social y cultural y ninguno de los motores de esa disociación parecen haber perdido fuerza: la sociedad no deja de avanzar en sentidos que la pretensión de universalidad del catolicismo no sólo desconoce sino, también amenaza y hostiliza. El catolicismo llegó a ser lo que fue, entre otras cosas porque, más allá de su mitificada «voluntad de diálogo», hizo y permitió que se hiciera de las más variadas experiencias humanas una parte de su doctrina. Históricamente el catolicismo integra casi todo y pone por encima su sello. Así como la Catedral de Padua tiene el Zodíaco, la liturgia se acomodó a las lógicas paganas preexistentes, las categorías de la experiencia original al pensamiento “occidental”,  y los santos siguieron a las rutas comerciales, las guerras y las gestas de pueblos cristianizados. Intentó, con algún éxito, que mucho de lo humano no le fuese ajeno (mientras trató de incendiar la parte de lo ajeno que no le resultaba humana). En el catolicismo contemporáneo hay un orgullo de límites tan estrictos e incongruentes con la vida cotidiana que sus horizontes tendenciales son efectivamente el de la ONG piadosa (en el caso de que se circunscriba a la solidaridad) o el de una secta indolente (si se confina a su catecismo).

Y volviendo a la política y las conexiones entre catolicismo y política en América Latina digamos que los gobiernos latinoamericanos, casi sin excepción, y más allá de su orientación, son gobiernos electos en sociedades en que suelen ganar los oficialismos y que, mal que mal, crecen y mejoran su desempeño distributivo en procesos de uso, instalación y ampliación de los derechos democráticos. En América Latina no hay Jaruzelskys (que fue la forma en que el comunismo polaco afrontó la tarea compleja de superar la crisis de su economía y mantener intacto el predominio absoluto de una élite que había consumido su legitimidad). En el continente la fórmula de la relación catolicismo-gobierno varía en cada país por lo que ni siquiera se puede discernir un interés en promover una política única por parte del Vaticano. Menos cuando para cambiar y hacer sobrevivir a la Iglesia se necesitan tanto fuerza y su unidad interna, como no distanciarse de sociedades que no tienen al catolicismo como única referencia importante junto a gobiernos consensuados por esas mismas sociedades.

III- Estado de contingencia

La situación argentina posee matices que la hacen excepcional en este panorama. Es el único país que es cuna y caja de resonancia principal del nuevo monarca y sus acciones. En el mismo territorio político se tramita un proceso en que el gobierno y la Iglesia Católica aparecen opuestos por el vértice. De un lado, el gobierno que resultaba “laicista” porque a duras penas negociaba la pretensión tutelar del Tedeum, desplazándolo a provincias y garantizando una homilía menos facciosa que la que los presidentes debían (y aceptaban) soportar en la Capital Federal (y Bergoglio fue uno de los tantos sacerdotes que tuvo la posibilidad descabelladamente acordada por las costumbres, de amonestar desde un lugar de supuesta legitimidad cultural a las autoridades electas de la república). En esa trayectoria, el gobierno, que nunca dejó de compartir con la Iglesia Católica las redes vinculadas a las tareas sociales, y que nunca se animó a romper el límite del aborto, promovió la ley de matrimonio igualitario y, al cuestionar la suposición de que el orden legal y el bien público emanan antes del catolicismo que del cuerpo político, produjo, en conflicto, uno de los momentos de mayor laicidad de la historia Argentina. Las prácticas sociales pueden ser divergentes y opuestas respecto del standard moral que pretende el catolicismo y pueden recibir amparo y promoción por leyes creadas y reguladas por las instituciones de la democracia. De otro lado una fracción visible de la jerarquía eclesial, amable con el polo opositor, exasperada por el desacato secularizante, tensionada por una fracción conservadora que ve en Bergoglio un liberal, recibe los beneficios de la promoción a escala global del arzobispo de Buenos Aires. La escena de confrontación entre los poderes fácticos y reales de la Argentina adquirió en ese momento una nueva escala -y eso, como si fuese un terremoto, pasó de acendrar la polaridad a conmover los alineamientos políticos preexistentes en tan sólo una semana. La cuestión es cómo será procesado.

De buenas a primeras oficialistas y opositores han actuado magnificando las potencialidades de la situación. Como en tiempos del Rey Enrique IV: la Argentina, para ellos -como para el rey francés Paris- bien vale una misa. Con el catolicismo local investido de una nueva y calificada cuota de poder social, la figura papal es movilizada para vehiculizar las intenciones de todo tipo de objetores del gobierno: de los editorialistas de La Nación a los genocidas en sede judicial. Twitteros, bloggers y libre pensadores iluministas, que hasta ayer rechazaban el acuerdo con Irán, porque es una teocracia, se descubren enlazados al catolicismo y vislumbran el futuro de un republicanismo triunfante a sotanazos. Más que eso: un republicanismo que ha servido de motivo opositor amplio se transformó en la esperanza de ser conducidos al poder por el liderazgo papal que inevitablemente se opondría al momento liberal que supuestamente agita esa oposición. No sólo cambiaron las cosas de ese lado. Un núcleo del Kirchnerismo reencuentra en su alma peronista las intersecciones con el catolicismo y, con obligado pragmatismo, busca una agenda en común con el Papa dejando en el aislamiento casi total a ciertos grupos de intelectuales. El procesamiento de los casos Jalic y Yorio ofrece un panorama ejemplarizante: el sacerdote secuestrado y sobreviviente pasó de afirmar que había sido denunciado por Bergoglio a que lo había sido por alguien, a que “estaba reconciliado” con lo sucedido hasta llegar a un punto en que parecía que nada hubiese pasado y Bergoglio había sido, por las dudas, su ángel guardián. La versión fue respaldada por católicos de izquierda, pero todos podemos imaginar cual es el nivel de presiones que puede haberse ejercido sobre un anciano, dependiente de la Iglesia y temeroso de Dios y de la Iglesia para no debilitar la posición de un Papa.

El conjunto de la elite política acogió la novedad como si se tratase de que la venganza inexorable de la “Nación Católica” los fuese a favorecer o desfavorecer de forma inmediata[3]. Esto aunque los datos sociológicos y la propia experiencia política hayan mostrado que se podía cuestionar exitosamente ese dogma ya que ni todos los argentinos somos católicos ni, lo más importante, la mayoría de los mayoritarios católicos obra en política como lo desea la jeraquía eclesial (y mucho menos consideran que la vida privada deba ser legislada por la internacional de los octogenarios autistas). La grey católica no acompaña las políticas de la cúspide en cuestiones sensibles para ésta: no se moviliza contra el matrimonio igualitario, ni deja de divorciarse porque lo amoneste un religioso del rango que sea.

Menos que la vuelta de la Nación Católica estamos viviendo una redefinición del equilibrio de fuerzas en la que se despliega la contingencia de las relaciones entre Estado y religión. Si la heterogeneidad estructural que en Argentina presenta exacerbados los rasgos latinoamericanos mencionados más arriba para la situación del catolicismo, sólo puede invocarse la posibilidad de la nación católica como fantasma. Pero no es menos cierto que todo lo que ha pasado corre ese equilibrio hacia un horizonte que amenaza la configuración de nuestra secularización. Intentar imaginar la situación en que se disputarán proyectos como la despenalización del aborto lleva a entender que, en la nueva situación, los miles de hombres que en las más diversas instituciones y poderes del Estado y la sociedad son parte de la versión papal del catolicismo, se sentirán compelidos y legitimados para intervenir en esas causas creando un equilibrio diferente. Nada que no sea superable con más paciencia, mas creatividad, más tiempo, más capacidad de hacer pasar esa agenda -que de construirla como testimonio del límite y del tamaño del obstáculo: «no soy trosko, soy peronista, y sin renunciar a nada voy a tratar de hablar con Bergoglio». Mas o menos esas fueron las declaraciones de Alex Freyre, las más lucidas que pude oír en las agitadas jornadas  que sucedieron a la elección papal.

1 compartimos esperanzasNo se trata de recuperar esa voz en el marco de una preocupación “por los derechos de las minorías” (expresión a esta altura extravagante, dado que son derechos de la sociedad) sino de entender el arco en que se despliega nuestra vida social. Los horizontes emancipatorios del feminismo y, sobre todo, la objeción de género, no deben ser concebidos, y mucho menos en este caso, como una agenda superflua, posterior a la de la caloría, el soviet y la electricidad (aún cuando no vayan a la misma velocidad). Su inscripción en la sociedad, más allá de su especificidad, de la conciencia de sus militantes, es el contrapunto no necesariamente armónico de la vibración espectral de la Nación Católica. El igualitarismo radical que se ha instalado, aunque sea como perspectiva minoritaria y tal vez por casualidad, genera un vector intolerable para todo lo que el catolicismo, como institución, ha impulsado en la sociedad. En este contexto nuestro caso es, aunque no lo creamos, la contingencia derivada de la multiplicidad de orientaciones que entrechocan. Para bien o para mal nuestra república y nuestra secularización son esa polifonía complicada, plena de extremos, muchas veces desorientadora, frente a la cual la democracia noruega suena con orden, previsibilidad y limpieza.

Pero también, y sin negar lo anterior, hay un contexto más específico en el que todo esto será metabolizado. Las invocaciones moderadoras de Bergoglio, los reflejos de la Presidente, que ponen en espejo la infinita capacidad de digestión reciproca que poseen el “Movimiento Nacional” y el catolicismo, el gran deglutidor. Puede que esta sea la oportunidad para que el proceso político gane, sin imponerle a nadie humillantes renuncias, por obra y gracia del Espíritu Santo, los tonos de paz que requiere el soft landing que imponen las fatigas de la economía y la “guerra” al proceso político argentino.


[1]    Una perspectiva que ha sido planteada de manera extensa y convincente por Emerson Giumbelli en O fim da Religião.

[2]    Entender el carácter específico de la posición de Bergoglio exige recuperar un contexto posible para esta expresión. En la Conferencia de Obispos de Aparecida realizada en 2009, un evento que Francisco tiene en muy alto aprecio, Clovis Boff presentó una posición que intentaba conciliar la Teología de la Liberación con las posiciones “conservadoras” en un nuevo planteo. En este sentido, y a diferencia de la posición radical de Leonardo Boff, Clovis afirmaba que era necesario reinsertar la cuestión social en el marco del horizonte de la devoción y la trascendencia. El peligro de autonomizar la cuestión social era, en esa posición, precisamente, la “ONGización” de la fe.

[3]    Nos referimos aquí a la imbricación entre nacionalismo, catolicismo y Estado referida por Zanatta y Malimacci, por ejemplo, para caracterizar uno de los proyectos gravitantes en el catolicismo argentino -gravitante al punto de poder reconocer en el parte de la vocación golpista y genocida que su cúpula no termina de rechazar, siquiera en la actualidad. Si descartamos el retorno inalterado e inmediato de ese proyecto no dejamos de tener en cuenta que entre las características de las “secularizaciones” se encuentra la reversibilidad. No pensamos en el retorno a una situación en que el catolicismo sea la religión única y, más aún, la fuente de sentido de las prácticas más diversas. Pero si en un fortalecimiento de agentes que en diversos planos serían capaces de actuar de consuno con una cúpula católica fortalecida y beligerante con el propósito eventual de influir en la sociedad y el Estado a través de sujetos con alto nivel de agencia en dichos ámbitos.

Share
Publicado en Debates, Elección del Papa, Ensayos. Tagged with , .

2 Responses

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *