No existe un (único) pentecostalismo latinoamericano

por Joanildo Burity  (Fundación Joaquim Nabuco, Brasil)

(prólogo al libro «Sociología del Pentecostalismo en América Latina», editado por Miguel Angel Mansilla  y Mariela Mosqueira)

El estudio del pentecostalismo acompaña todas las vicisitudes de la trayectoria histórico-social y académica de las sociedades latinoamericanas. Y, sin embargo, aún no tenemos cómo sostener esta tesis, sino por una especie de yuxtaposición por acumulación de evidencias no siempre afirmadas conscientemente por los estudiosos del tema en los distintos países de la región. Este libro nos presenta una bella contribución tanto al potencial como a los alcances de esta situación. Se trata de una ambiciosa tarea de mapear y comprender la emergencia (en el doble sentido histórico y filosófico de este término) y el impacto (notoriamente reciente) de esta forma de religión popular. Mapea, no solo casos nacionales –una estrategia espacial que también está bien representada por la propuesta del libro, con sus 16 países contemplados (es decir, un 80% de los países de la región geocultural llamada América Latina, en el contexto de las Américas y del Caribe)–, sino que también destaca las agendas de investigación y las principales contribuciones nacionales al estudio del pentecostalismo. Pero no simplemente ofrece interpretaciones de esa emergencia y de ese impacto, sino que construye algunas pautas teóricas que sugieren una clara inadecuación de o una abierta crítica a la sociología dominante en la región.

Un prefacio no debería pretender ser una introducción a un libro, así lo entienden sus organizadores, lo cual otorga al prefaciante ciertas libertades, sea la de no pretender dar cuenta de todo lo que el libro presenta, ni doblegarse ante los protocolos de la demostración, del referenciamiento, que aseguran la aceptación intersubjetiva de la prosa científica. El prefacio es así un margen, un dentro-fuera, que accede al texto según una lógica del don: recibir, pero dar, recibir, pero también negarse a dar. En particular, la rareza del presente libro en la producción publicada latinoamericana me parece exigir una forma de relación con el texto que es más bien simbiótica: por lo tanto, sorbe sus mejores energías, sin con ello agotarlo o debilitarlo. Así, los comentarios a continuación se hacen en acompañamiento al texto, contorsionándose a su alrededor, como una planta trepadora, homenajeándolo al suplementarlo.

Es imposible plantear la cuestión de una sociología del pentecostalismo en América Latina sin relacionarla con el tema del cambio social y religioso. Esto porque, para empezar, el pentecostalismo llega a América Latina cuando emerge casi simultáneamente en otros lugares del mundo. No es nativo. No llega sin que ciertas condiciones socio-históricas se lo permitan. Es decir, coincide con la salida del marco colonial ibérico y la construcción nacional constreñida por relaciones globales de subordinación, que perforaban toda idea de frontera y, por lo tanto, de autoctonía intocable. Pero llega porque hay fuerzas y discursos de cambio (imperialismo, post-colonización y modernización), siendo al mismo tiempo su filón, expresión y resistencia a ellos. El pentecostalismo llega «de afuera», por las manos «subalternas» de misioneros autónomos, relacionado con las sociedades misioneras o iglesias ya establecidas y se extiende entre sectores marginales de la sociedad construida en torno a la idea de Estado-nación post-independencia, por elites transnacionalizadas, blancas y católicas. El pentecostalismo crece a la sombra de planteos intelectuales sobre el cambio social tan enfocados en macroprocesos y macrodeterminaciones estructurales, que prácticamente se mantuvo invisible a su mirada por medio siglo en América Latina. El pentecostalismo, en su emergencia, interrumpe una narrativa de la estabilidad y de la homogeneidad cultural y religiosa, aunque en gran parte todo lo que tenga que esperar de esa interrupción haya sido una demanda minoritizante: ser reconocido y tratado como la religión mayoritaria y como las minorías ya contabilizadas en la cartografía religiosa oficial.

Esto se refleja en la sociología del pentecostalismo en diversas formas, en un pasaje de la invisibilidad al reconocimiento: (1) desplegado entre finales de 1890 y finales de 1930, en diferentes momentos de diferentes países, ¡solo fue objeto de la percepción y el interés como fenómeno y como tema académico a partir de los años 1960!; (2) objeto de estudios situados fuera de la academia secular y casi enteramente fuera del propio campo pentecostal, por parte de misioneros y teólogos y de unos pocos estudiosos nativos, tomó mucho tiempo para que su voz fuera escuchada, además de las crónicas desconfiadas o hagiográficas, por investigadores profesionales, académicos; (3) invisibilizado por su condición minoritaria, por el desprestigio del tipo de experiencia social que encarnaba (en cuanto religión) y por la ansiedad política de las ciencias sociales en dar a luz a la modernidad nacional, el pentecostalismo se mueve tortuosa- mente de la historia a las ciencias sociales (primero la antropología, después la sociología y al fin la ciencia política), siendo al principio objeto de intriga y desconfianza, antes de ser oído y hacerse oír en el registro del discurso académico y del debate público.

En todas partes, el pentecostalismo, como movimiento, comenzó por una deliberada inversión de la estrategia misionera de las iglesias históricas: en vez de las elites, buscó las capas más pobres, social y espacialmente marginadas de las sociedades latinoamericanas. Sea por intuición original (en los primeros países en que se estableció), sea por efecto-demostración (en el caso de los países a los que llegó después), el pentecostalismo se dirigió a los pobres urbanos y rurales y necesitó décadas para incorporar segmentos sustantivos de clase media y ser reconocido como parte del pueblo nacional, de la identidad mayoritaria de la nación.

La indigenización rápida del pentecostalismo –con diferentes matices y formas–también lo predispuso a acompañar, sin grandes tintes de originalidad o capacidad de incidencia propia, las transformaciones sociales vivenciadas en América Latina post-independencia. A pesar de su –tantas veces enfatizado–quietismo en términos de activismo social y político, se puede decir que las diferentes posiciones en juego en la sociedad estuvieron representadas entre los pentecostales, aunque solo en el proceso de su crecimiento y difusión se han vuelto más perceptibles.

Así, una sociología del pentecostalismo apunta a su agencia diferenciadora, productora de pluralidad, inicialmente religiosa y, más recientemente, ético-política. Pluralidad irreductible –pentecostalismo como movimiento–y no, como se intentó interpretarlo, en la clave de la alienación y del sectarismo, asumiendo formas y expresiones variables en cada coyuntura y cristalizándolas a lo largo de su trayectoria histórica, solo que tensadas o adaptadas por nuevas emergencias intra y extraeclesiales. El pentecostalismo resiste el pacto sincrético regido por el catolicismo e insiste en la diferencia religiosa (necesidad de conversión personal, prevalencia del carisma sobre la confesión, rechazo de la agenda de los nuevos movimientos sociales, resistencia a la articulación de un ecumenismo laico como forma de presencia pública de la religión, etcétera). Tal pluralidad se intensifica en las coyunturas críticas y actualmente es percibida como condición «permanente» de las dinámicas sociales en que el pentecostalismo crece y se impone.

Por eso, tal vez sea necesario concluir que no existe el pentecostalismo. Este es un efecto de simplificación de la mirada académica y de procesos antagonísticos en la sociedad y en la política. Si la pluralidad es un rasgo permanente e irreducible que hoy percibimos como principio de estructuración de nuestras sociedades, las similitudes y convergencias identificables mediante las narrativas y análisis (esos dos géneros discursivos de la práctica académica) son resultado de la conflictividad social o de la decantación de esos procesos agonísticos o antagonísticos.

Sin embargo, y esta es una discontinuidad significativa en mi propia narrativa hasta aquí, otras marcas del fenómeno apuntan a un precio a pagar por su osada emergencia; precio que, como religión popular, parece haber sido y seguir siendo pagado con una mezcla de resignación e impertinencia: el precio de la adaptación, de la concesión, de la incorporación, de la cooptación, de la negociación de la identidad y de sus proyectos. La literatura sobre el pentecostalismo insiste en su flexibilidad, adaptabilidad y, un cierto filón de ella, en su paradójica articulación entre «sectarismo» y «sincretismo».

Lo encontramos así según diferentes orientaciones analíticas, sea en narrativas «troeltsch-weberianas» de un pasaje de la secta a la secta establecida, sea en las evidencias etnográficas de las aproximaciones de las prácticas pentecostales con el catolicismo popular, en las religiones afrodescendientes y/o las cosmovisiones indígenas, sea en los enfoques sobre la participación política reciente y las estrategias de autoinserción en una matriz (judeo) cristiana mayoritaria.

Hay también una creciente percepción de que el avance pentecostal protestante ha sido capaz de atravesar prácticamente todas las denominaciones protestantes y cruzar los límites eclesiales, difundiéndose –a través de la cultura mediática–por varios espacios de la cultura de masas. Gooren lo ha denominado la pentecostalización de la sociedad. Sería posible pensar que, pasada la fase de «encuentro» con la cultura nacional, los pentecostalismos en América Latina se encaminarían a dejar sus huellas en todas las dimensiones. El efecto de los dos lados del proceso sería distinto de lo que parecen sugerir las interpretaciones formalizantes de un David Martin sobre el pentecostalismo como actualizador del «modelo metodista» en la contemporaneidad: no tanto una acentuación de las diferencias o una agencia transformadora, sino una mimetización de las características de la cultura política tradicional, mediante una especie de reocupación, tras una rigurosa lucha por reconocimiento y hegemonía de la posición históricamente ocupada por la Iglesia católica.

En esta segunda corriente de interpretación, la identidad pentecostal es más compuesta que exclusiva; su frontera entre la fe y el mundo es más porosa que rígida, la novedad de la «política pentecostal» tiene más continuidad con la cultura política predominante de lo que parece. El pentecostalismo, al proyectarse en la cultura –religiosa y secular–y en la política de las sociedades latinoamericanas, se expone a ser debatido, apropiado, selectivamente admitido y transversalmente transformado: se convierte en religión pública, descentrada, policéntrica, apta para construir puentes, articulaciones, comonalidades, pero también antagonizada y sujeta a fracasos y ambigüedades como todo lo demás.

No hay un solo pentecostalismo: ni latinoamericano, esparcido de la misma manera por los distintos países, ni un movimiento continuo que ligue los orígenes al presente sin cortes o pérdidas. Por eso, se requiere leer el(los) fenómeno(s) con dos lentes, simultánea o alternadamente: la lente de la afirmación de la pluralidad irreductible y la lente de las presiones por conformidad/legitimación. Esto requiere atención contextual, sensibilidad para la textura multitemporal de las identidades pentecostales en cada país y para la creciente formación de redes presenciales y virtuales que unan y distingan pentecostales entre sí, así como acerquen pentecostales y no pentecostales mediante agendas y formas de identificación más allá del criterio religioso. Esta estrategia de doble foco también ayuda a relativizar ciertas visiones poco matizadas del carácter reformista, innovador y modernizante del pentecostalismo, o interpretaciones metahistóricas sobre él como «nuevo metodismo» de los trópicos, productor de una nueva Reforma. Y es gratificante encontrar esa percepción, o por lo menos intuición, que guía varios capítulos del libro. Por último, esta estrategia ayuda a captar las semejanzas, no tanto como emanaciones de una forma plenamente constituida y apenas «contextualizada» localmente, sino como construcciones complejas cuya «forma-pentecostal» en cada caso dialoga tanto con otras identidades sociales, como también con otras identidades pentecostales, en ciertos momentos, o es desafiada y confrontada, en otros.

Una implicación de esta doble lectura es que las interpretaciones que asocian esa vibración y movilización religiosa en la contemporaneidad como amenaza deliberada a la laicidad del Estado necesitan ser recibidas cum grano salis: (a) el avance pentecostal se dio por causa de las grietas abiertas por la crisis del activismo social de izquierda, triplemente desplazado por la democratización, la globalización y el neoliberalismo; crisis intensificada por la misma lógica social vivenciada por los pentecostales –la de la «integración» al orden vigente–, aunque vivida por la izquierda en nombre de la consolidación democrática o del control social de la misma, y que produjera «desmovilización» en sus bases, focalización institucional y absorción de «vicios» del orden establecido; (b) las sociedades latinoamericanas jamás construyeron, con la excepción de Uruguay y, en menor grado, México, un laicismo institucionalmente hegemónico, lo que quiere decir que las instituciones religiosas y, en mayor grado, «la religión» se mantuvieron íntimamente ligadas a la institucionalidad jurídico-política estatal. «Dios», la «identidad nacional» y la «tradición (judeo)cristiana» están imbricados en varios niveles, inclusive después de la emergencia de las minorías religiosas no católicas post-1990.

La emergencia pentecostal, fenómeno de la segunda mitad de los años 1980, provocó en la academia un efecto retroactivo que ha llevado a repetidas tentativas de explicación del crecimiento del pentecostalismo (algo bastante marcado en el presente libro y comprensible desde la óptica del cambio religioso y social que preside casi toda la producción sobre el mismo) y sus orígenes. Se percibe en ese contexto la resiliencia del estructural-funcionalismo y su argumento enfocado en las ideas de anomia, compensación e integración, o del marxismo y su argumento enfocado en la subordinación del fenómeno a los intereses de clase o la determinación estructural de lo económico. También surgen interpretaciones «populistas», que resaltan incrementos de autonomía, fuerza asociativa y potencial transformador, desde abajo, de las comunidades y fieles pentecostales, así como logros por medio de luchas por reconocimiento e inclusión en sociedades desiguales, donde lo popular es visto con desprecio o rechazo.

En este contexto, el presente libro es una feliz conjunción entre la ambición de presentar un cuadro amplio, la admisión de que hay diferentes grados de consolidación de la emergencia pentecostal entre los países latinoamericanos, así como diferentes agendas y herramientas analíticas movilizadas por las ciencias sociales en cada país. Resulta un testigo, por lo tanto, de un momento en la percepción intelectual del fenómeno en la academia científico-social y teológica, tanto como de la propia dinámica de los creyentes y sus organizaciones.

Es alentador que podamos percibir esfuerzos maduros de re- visión de la literatura existente, en el estadio en que esté, y de proyección teórica más allá de la aplicación de modelos concebidos a partir de la experiencia europea o angloamericana. Esta sociología interdisciplinaria del pentecostalismo, hecha por sociólogos, antropólogos, politólogos, historiadores, teólogos, presenta, aunque sin tematizarlo explícitamente, una incipiente perspectiva descoloniza- dora. Y aun siendo marcadamente empírica, da lugar, en algunos capítulos, a programas o ensayos de teorización sobre el pentecostalismo. Es correcta la relación recursiva entre teoría y empiría. Pues no será posible romper con la colonización del saber en esta área sin paciente anclaje de la observación específica y concreta de las prácticas pentecostales, en nuevos imaginarios de la sociedad en la cual el pentecostalismo se ubica y sobre la que incide, y en nuevas referencias analíticas que deconstruyan y glocalizen la herencia norte-atlántica.

Las competentes revisiones de la literatura presentadas aquí (Jaimes, Huezo, Orellana, Nevache, Thaureaux y Guadarrama, Beltrán, Sotelo y Sánchez), combinadas con análisis etnográficas y sociodemográficas cuidadosas (Ampidu, Gooren, Vilhena, Campos, Correa, Hernández, Suárez), aun cuando no demuestran la recursividad entre teoría y empiría, se benefician con los capítulos más marcadamente teóricos incluidos en el libro (Schäfer, Algranti, Bahamondes, Reu). Estos resaltan la tendencia de cuestionamiento del economicismo y del funcionalismo, por la diseminación de nociones de cultura e identidad oriundas del «giro antropológico» y del «giro postmarxista». Estas nociones son indicativas, no meramente de una construcción social de la realidad, sino de una construcción simbólico-política de la realidad, que resalta la relacionalidad, la agencia no soberana y situada de los sujetos sociales y la irreductible dinámica institución-desinstitución de tales perspectivas de análisis del pentecostalismo (y de las religiones).

Esta sensibilidad potencialmente descolonizadora aparece toda- vía en cuestionamientos sobre la adecuación de enfoques clásicos para explicar el fenómeno pentecostal, sugiriendo que la masiva utilización de Weber o Bourdieu en la literatura debería ser vista más como un efecto de adhesión previa de los investigadores que como exigencia del objeto (por ejemplo, Reu y Algranti). En este contexto, como ya he sugerido antes, las bases sociales populares de gran parte del pentecostalismo, a pesar de su retórica «secta- ria», presentan enorme predisposición a apropiaciones múltiples y bricolajes de elementos de la cultura local-rural o urbana –y de las religiones con las que se pelean–.

Para concluir, es importante anotar, al leer los capítulos como un mosaico de las expresiones y de la temática académica del fenómeno, la no linealidad de las trayectorias nacionales y los niveles y ritmos desiguales de análisis académico de múltiples dimensiones de la inserción y existencia de las comunidades pentecostales en los diferentes países de la región, que me sugieren un cuadro no tanto complejo como inabarcable.

De nuevo, no hay un (único) pentecostalismo latinoamericano, por encima de los esfuerzos generalizantes de científicos sociales. Esto resalta también cómo todavía estamos distantes, incluso en un trabajo de tanto aliento como este, que el(la) lector(a) tiene ante sí, estrategias deliberadas y sistemáticamente comparativas y de producción de teoría a partir de análisis etnográficos, sociológicos, demográficos y políticos del fenómeno. En esto el título es acertado: una «sociología del pentecostalismo en América Latina», es decir, planteos sociológicos sobre el fenómeno realizados a partir de las distintas situaciones latinoamericanas, no una propuesta de comparación o síntesis.

Nuestra realidad, como estudiosos del pentecostalismo en la región, todavía está marcada por la producción de compilaciones de estudios monográficos, mononacionales o locales, tendencialmente especializados en sus dimensiones analizadas. El relativo aislamiento que aún domina lo cotidiano de los estudios académicos de las religiones en los distintos países latinoamericanos y la pequeña escala de la mayoría de los estudios demuestran que las conclusiones son ampliamente comparables con situaciones vividas en otros países, se toman características del país o localidad que se estudia. Las conexiones son en gran parte episódicas, la producción latinoamericana no sirve de base para la definición de la agenda temática, teórica y metodológica de los estudios nacionales –siendo incluso en gran medida desconocida–. Es escaso el debate sustentado entre investigadores(as), a pesar de la existencia de asociaciones regionales tales como la Asociación de Cientistas Sociales de la Religión de Mercosur o la Asociación Latinoamericana para el Estudio de las Religiones, y de grupos de trabajo regulares en todas las asociaciones científicas disciplinarias latinoamericanas –ciencias sociales, historia, ciencias de la religión, teología–.

Pero aquí reside también una enorme virtud de este trabajo: su gran alcance geocultural, su significativo esfuerzo de revisión de la literatura en todos los capítulos y sus propuestas de teorización constituyen pasos esenciales dirigidos a una estrategia de construcción de una sociología del pentecostalismo de América Latina o latinoamericano. Las contribuciones compiladas aquí nos brindan una promesa que, espero, puedan tener en sus propios enunciadores, y tantos otros, cumplimiento en un futuro próximo.

Prólogo al libro «Sociología del Pentecostalismo en América Latina«, compilado por Miguel Angel Mansilla y Mariela Mosqueira. Santiago : RIL editores • Universidad Arturo Prat, 2020. 730 páginas. Se puede comprar aquí.

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Joanildo Burity

Joanildo Burity

Joanildo Burity es un cientista político brasilero, doctorado por la Universidad de Essex (Inglaterra) que trabaja en la Fundação Joaquim Nabuco en Recife, Brasil. Hizo un postdoctorado en la Universidad de Westminster (Inglaterra) y se dedica al estudio de la relación entre religión y política. Actualmente estudia las redes transnacionales de activismo social desarrolladas por grupos religiosos ecuménicos en Brasil, Argentina y el Reino Unido.
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