«Ser Afectado» -en la etnografía de la brujería en Francia

«Magic Circle» – William Waterhouse (1886)

por Jeanne Favret-Saada (École Pratique des Hautes Études, Francia)

(traducción de Laura Zapata y Mariela Genovesi; revisión de Andrea Lacombe para la revista AVA)

Mi trabajo sobre la brujería del Bocage me condujo a reconsiderar la noción de afecto y la importancia de la exploración de su significado. En primer lugar, para hacer frente a una dimensión crítica del trabajo de campo (el estado de “ser afectado”); en segundo lugar, como punto de partida para el desarrollo de una antropología de las terapias (tanto “salvajes” y exóticas como “académicas” y occidentales); en tercer lugar, como un medio de repensar la propia disciplina antropológica como un todo.

En efecto, mi experiencia de campo, la del desembrujamiento y, luego la de la terapia analítica, me han llevado a cuestionar el tratamiento paradojal que ha recibido el afecto en la Antropología. En general los autores lo ignoran o niegan su lugar en la experiencia humana. Cuando los afectos son reconocidos, como lo atestigua una abundante literatura anglo- americana, es para demostrar que son sólo producto de una construcción cultural y que no tienen ninguna consistencia fuera de esa construcción; o bien, es para condenarlos a la disolución, atribuyéndole como único destino pasar al registro de la representación –como lo testifican trabajos realizados por la etnología francesa y el psicoanálisis –. Yo trabajo, al contrario, con la hipótesis según la cual la eficacia terapéutica, cuando se produce, depende de un trabajo realizado sobre el afecto no representado.

En términos generales, mi investigación pone en cuestión la limitación de la antropología al estudio de los aspectos intelectuales de la experiencia humana, a las producciones culturales del “entendimiento” –para emplear un término derivado de la filosofía clásica–. Por eso, me parece que urge rehabilitar la antigua noción de “sensibilidad”, tanto más cuanto que ahora estamos mejor equipados que los filósofos del siglo XVII para estudiarla y abordarla.

Al respecto, resultan pertinentes algunas reflexiones sobre el modo en el que obtuve mi información de campo. Durante el mismo, no pude hacer otra cosa que aceptar dejarme afectar por la brujería, para ello adopté un dispositivo metodológico tal que me permitiera, a partir de esa experiencia, desarrollar una cierta clase de conocimiento. Aquí voy a mostrar que no consistía ni en la observación participante, ni, mucho menos, empatía.

Cuando fui al Bocage, en 1968, ya existía una abundante literatura etnográfica sobre brujería, compuesta por dos conjuntos de textos heterogéneos que se ignoraban mutuamente: la de los folcloristas europeos – que recientemente se habían condecorado con el título de “etnólogos” aunque no habían cambiado en nada su modo de trabajo– y la de los antropólogos anglosajones, en su mayoría africanistas y funcionalistas.

«The Sorceress (Heks)» – Jan van de Velde (1626)

 

Los folcloristas europeos no tenían ningún conocimiento directo de la brujería rural: siguiendo las recomendaciones de Van Gennep, hacían encuestas regionales, reuniéndose con élites locales –los grupos peor situados como para saber o tener algún tipo de contacto con ella– o, presentándose ante algunos campesinos con cuestionarios o interrogaciones para saber si “todavía creían en ella”. Las respuestas recibidas fueron tan uniformes como las preguntas: “aquí no, pero en el pueblo vecino sí; ellos son atrasados”. Acto seguido relataban algunas anécdotas escépticas que ridiculizaban a los creyentes. Para ir directo al punto, los etnólogos franceses interesados en la brujería evitaban tanto la participación como la observación (situación que, de hecho, continúa aún hoy en 1990).

Los antropólogos anglosajones pretendían, al menos, practicar “la observación participante”. Me llevó un tiempo deducir de sus textos sobre la brujería qué contenido empírico se podía asignar a esa curiosa expresión. En retórica, se denomina oxímoron: observar participando o participar mientras se observa – algo casi tan evidente como tomar un helado que quema–. En el campo, mis colegas parecían combinar dos tipos de comportamiento: una postura activa, que implicaba un trabajo regular con informantes pagos, a quienes interrogaban y observaban; y una postura pasiva, en la que asistían a eventos relacionados con la brujería (disputas, consultas con adivinos…). El primer tipo de conducta difícilmente pueda ser descrita como “participación” (el informante, por el contrario, es el que parece “participar” en el trabajo del etnógrafo); y, en el segundo caso, “participar” equivale a la idea de “estar ahí”, siendo esa presencia el requisito mínimo para que la observación sea posible.

«Witches cove» – Seguidor de Jan Mandijn (siglo 16)

 

En otras palabras, lo que a este grupo de antropólogos le importaba no era la participación sino la observación. De ésta, tenían una concepción más bien estrecha: su análisis de la brujería se reducía a las acusaciones porque, para ellos, éstas constituían el único “hecho” que el etnógrafo podía “observar”. Acusar era para ellos un tipo de “comportamiento”, e incluso el comportamiento brujeril por excelencia ya que podía ser empíricamente documentado, todo el resto no era más que errores y productos de la imaginación de los nativos. (Notemos de paso que, para estos autores, hablar no era un comportamiento ni un acto susceptible de ser observado). Así, estos antropólogos daban respuestas claras a una sola pregunta “¿quién acusa a quién de haberlo embrujado en esta sociedad?”. Sin embargo, guardaban silencio con respecto a otros interrogantes: ¿Cómo se entra en una crisis de brujería? ¿Cómo se sale de ella? ¿Cuáles son las ideas, experiencias y prácticas de los embrujados y de sus magos? Ni siquiera un autor tan preciso como Turner puede ayudarnos a responder estas preguntas, viéndonos obligados a volver a la obra de Evans- Pritchard (1937).

En términos generales, existía dentro de esta perspectiva un perpetuo desplazamiento semántico entre varios términos que habría sido mejor distinguir: la “verdad” se chorreaba sobre lo “real”, y éste sobre lo “observable” (término que, a su vez, suponía una confusión adicional entre lo observable como saber empíricamente comprobable y lo observable como saber independiente a las declaraciones indígenas) luego sobre el “hecho”, el “acto” o el “comportamiento”. El único trazo en común que tenía esta nebulosa de significados era la oposición a su simétrico: el “error ” se asoció con lo “imaginario”, con lo “inobservable”, con la “creencia” y, finalmente, con la “palabra” indígena.

De hecho, nada es más incierto que el status de la palabra nativa en estos textos: a veces, es clasificada como un comportamiento (la acusación), y a veces, como una proposición falsa (invocar la brujería para explicar una enfermedad). El acto de habla –la enunciación– es escamoteada, del discurso del nativo sólo queda un resultado: enunciados impropiamente tratados como proposiciones; en fin, la actividad simbólica es reducida a la emisión de proposiciones falsas.

Como se puede apreciar, todas estas confusiones giran en torno a un punto común: la descalificación de la palabra nativa y la promoción de la del etnógrafo, cuya actividad parece consistir en hacer un desvío por África con el fin de verificar que sólo él posee algo… aunque no se sabe muy bien qué, un conjunto de nociones politéticas equivalentes para él a la verdad.

Pero volvamos a mi trabajo sobre la brujería en el Bocage. Al leer la literatura anglosajona, con el objeto de que me ayudara en mi trabajo de campo, me sorprendió una curiosa obsesión presente en todos los prefacios: los autores (y el gran Evans-Pritchard no es una excepción) niegan sistemáticamente la existencia de la brujería rural en la Europa contemporánea. Ahora bien, no sólo que yo estaba totalmente metida adentro, sino que la brujería estaba ampliamente documentada en otras regiones, aunque más no sea por los folcloristas europeos. ¿Por qué un error empírico así de evidente, tan enorme, y, sobre todo, tan generalizado? Sin duda se trataba de una tentativa absurda por reponer la Gran División entre “ellos” y “nosotros” (“nosotros” también habíamos creído en las brujas, pero hacía trescientos años atrás, cuando “nosotros” éramos “ellos”), y de ese modo proteger al etnólogo (ese ser a-cultural, cuyo cerebro contendría sólo proposiciones verdaderas) de toda contaminación por parte de su objeto.

Tal vez esto era posible en África, pero yo estaba en Francia. Los campesinos del Bocage se negaron con obstinación a jugar conmigo el juego de la Gran División; sabían bien adónde terminaba esa invitación: yo jugaría en el mejor lugar (aquel del saber, la verdad, la ciencia, lo real, es decir más arriba), y ellos, en el peor. La prensa, la televisión, la iglesia, la escuela, la medicina –todas las instancias nacionales de control ideológico– los pondrían al margen de la nación tan pronto como un caso de brujería terminara mal: durante unos días la brujería era presentada como el colmo de los campesinos; y a éstos como el colmo del atraso o de la idiotez. Entonces, los campesinos del Bocage, para prohibir el acceso a una institución que les proporcionaba servicios tan significativos, oponían la sólida barrera del mutismo, con justificaciones tales como: “si nunca se ha estado ‘capturado’, ‘atrapado’, no se puede hablar de brujería”, o, “no hablamos de esto [la brujería] con ellos [los que no han sido atrapados]”.

«Off to Sabbath» – William Mortensen (c. 1924)

Ellos no me hablaron del asunto más que cuando pensaron que yo había sido “tomada” por la brujería, esto es, cuando reacciones que escapaban a mi control les mostraron que yo había sido afectada por los efectos reales –a menudo devastadores– de tales palabras y tales actos rituales. En efecto, algunos pensaron que yo era una desembrujadora y se dirigían a mí para que actuara; otros pensaron que yo estaba embrujada, y me hablaron para ayudarme a salir de ese estado. Con excepción de algunos notables (quienes hablaban gustosamente de la brujería, pero para descalificarla) nadie tuvo la idea de hablar de esto conmigo porque yo fuera etnógrafa.

Yo misma no estaba segura de si aún lo era. Por supuesto, nunca creí, como una proposición verdadera, que un brujo me pudiera perjudicar a través de sortilegios o pronunciando conjuros, pero dudo que los propios campesinos hayan creído en eso de esa manera. De hecho, ellos me exigieron que experimentara por cuenta de mi persona (y no por cuenta de la ciencia) los efectos reales de esa red particular de comunicación humana en la que consiste la brujería. En otras palabras: ellos querían que yo acepte entrar allí como socia y que comprometiera allí los desafíos de mi existencia de entonces.

Inicialmente no paré de oscilar entre dos dificultades: si “participaba”, el trabajo de campo se convertiría en una aventura personal, es decir, lo contrario de un trabajo; pero si trataba de “observar”, lo que significaba mantenerme a distancia, no tendría nada para “observar”. En el primer caso, mi proyecto científico se vería amenazado, pero en el segundo estaba arruinado.

Aunque durante mi trabajo de campo yo no estaba segura de lo que estaba haciendo ni por qué, hoy me sorprende la claridad de mis elecciones metodológicas de entonces: todo sucedió como si me hubiera comprometido a hacer de la “participación” un instrumento para el conocimiento. En los encuentros con los embrujados y desembrujadores, me dejé afectar, sin tratar de investigar, ni tampoco entender y/o recordar. Una vez en casa, escribía una especie de crónica sobre estos acontecimientos enigmáticos (a menudo se producían situaciones cargadas de tanta intensidad que me hacían imposible tomar esas notas a posteriori). Este diario de campo, que fue durante mucho tiempo mi único material, tuvo dos objetivos.

«La lección antes del Sabbath» – Boutet de Montvel (1880)

El primero era a corto plazo: tratar de entender lo que querían de mí, encontrar una respuesta a cuestiones urgentes tales como: ¿Por quién me toma X persona? (¿Por una embrujada?, ¿Por una desembrujadora?), “¿Qué quiere Y de mí? ” (¿Que yo lo desembruje?…). Yo necesitaba encontrar una buena respuesta, porque al encuentro siguiente, me exigirían actuar. Pero en general, yo no tenía los medios para hacerlo: la literatura etnográfica sobre la brujería, tanto la francesa como la anglosajona, no me permitían dar cuenta del sistema de posiciones en que consiste la brujería. Yo estaba, precisamente, experimentando ese sistema, exponiendo mi propia persona en él.

El otro objetivo era a largo plazo: por más que viviera una experiencia personal fascinante, en ningún momento me resigné a no comprenderla. En ese momento, no estaba segura para quién o por qué quería comprender, si para mí, para la antropología o para la conciencia europea. Pero organicé mi diario de campo para que más adelante sirviera como instrumento de conocimiento, mis notas eran de una precisión maniática, para que más tarde pudiera re-alucinar los eventos y así –porque yo ya no estaría más “capturada” sino solamente “re-capturada”– eventualmente, poder entenderlos.

Los lectores de Corps Pour Corps habrán notado que no hay nada en ese diario de campo que se asemeje a los de Malinowski o Métraux. El diario de campo fue para ellos un espacio privado en el que finalmente se podían dejar ir, encontrarse fuera de las horas de trabajo durante las cuales se veían obligados a actuar frente a los nativos. En definitiva, era para ellos un espacio de recreación personal, en el sentido literal del término. Por el contrario, las reflexiones privadas o subjetivas están ausentes en mi diario, excepto cuando determinados acontecimientos de mi vida personal habían sido evocados con mis interlocutores, es decir, incluidos en la red de comunicación de la brujería.

Una de las situaciones que me tocó vivir en el trabajo de campo era prácticamente inenarrable: era tan compleja que desafiaba la rememoración y, de todas maneras, me afectaba demasiado. Se trataba de las sesiones de desembrujamiento a las que asistí, ya sea como embrujada (mi vida personal pasó por un examen y se me recomendó alterarla), o como testigo de los clientes o del terapeuta (yo era constantemente interpelada de manera brusca para intervenir). Al principio, tomaba una gran cantidad de notas apenas llegaba a casa, pero era para calmar la angustia de haberme comprometido personalmente. Una vez que acepté ocupar el lugar que me fue asignado durante las sesiones, abandoné la tarea de tomar notas: todo pasaba muy rápido, dejaba correr las situaciones sin cuestionarlas y, desde la primera a la última sesión, no comprendía prácticamente nada de lo que estaba sucediendo. No obstante, grabé discretamente una treintena de casi doscientas sesiones a las que asistí, para conformar un material sobre el cual pudiera trabajar más tarde.

«The Witch» – John Maler Collier (1893)

 

Con el fin de evitar cualquier malentendido, me gustaría señalar lo siguiente: aceptar “participar” y ser afectado, no tienen nada que ver con una operación de conocimiento por empatía, cualquiera que sea el sentido que se le asigne a ese término. Voy a considerar las dos principales acepciones del término empatía y mostrar que ninguna de ellas designa lo que yo he practicado en el campo.

De acuerdo con la primera defnición (indicada en la Encyclopedia of Psychology) to empathize  consistiría, para una persona “vicariously experiencing the feelings, perceptions and thoughts of another” . Por definición, entonces, este tipo de empatía supone cierta distancia: justamente porque no se está en el lugar del otro se intenta representar o imaginar lo que sería estar ahí: cuáles feelings, perceptions and thoughts se tendrían entonces. Ahora bien, yo estaba en la posición de los nativos, sacudida por “las sensaciones, percepciones y pensamientos” de quien ocupa un lugar en el sistema de brujería. Posiciones, no obstante, que hay que ocupar en lugar de imaginarlas, por la sencilla razón de que lo que ocurre en su interior es literalmente inimaginable –al menos para un etnógrafo acostumbrado a trabajar con las representaciones–. Cuando se está en tal lugar, somos bombardeados por intensidades específicas (llamémoslas afectos) que no se significan generalmente. Por tanto, esa posición y las intensidades que la acompañan, deben ser experimentadas porque esa es la única manera que tenemos de aproximarnos a ellas.

La segunda acepción de empatía –Einfühlung, que podría ser traducida como comunión afectiva– destaca, por el contrario, la inmediatez de la comunicación, la fusión con el otro a la que se puede llegar a través de la identificación con él. Esta concepción no dice nada sobre el mecanismo de la identificación, aunque destaca su resultado, el hecho de que permite conocer los afectos de otro.

«Witches riding» – Gustav Spangenberg (1870)

Afirmo, al contrario, que ocupar un lugar en el sistema de la brujería no me informa nada sobre los afectos del otro; ocupar tal lugar me afecta, es decir, moviliza o modifica mi propio bagaje de imágenes sin instruirme sobre aquello que le ocurre a mis compañeros.

Pero –y esto es crucial, porque remite al tipo de conocimiento al que estoy apuntando y quiero alcanzar– el solo hecho de aceptar ocupar esa posición y ser afectado por ella abre un tipo de comunicación específica con los nativos: una comunicación de todo involuntaria y desprovista de intencionalidad, que puede o no ser verbal.

Cuando es verbal, esto es más o menos lo que ocurre: alguna cosa me impulsa a hablar (llamémosle el afecto no representado), pero sin saber qué o por qué eso me conduce a decir lo que digo. Por ejemplo, digo a un campesino, en eco de algo que él anteriormente me dijo a mí: “Justamente, yo soñé que…”, y tendría gran dificultad para explicar ese “justamente”. O, mi interlocutor observa, sin establecer ninguna conexión: “El otro día, alguien te ha dicho algo… Ahora usted tiene esa erupción en la cara…”. Lo que se dice ahí, de manera implícita, es la constatación de que fui afectada: en el primer caso, yo misma hago esa constatación, mientras que en el segundo, lo hace el otro.

Cuando esa comunicación no es verbal, ¿qué es lo que se comunica y cómo? Se trata, justamente, de la comunicación inmediata evocada por el término Einfühlung. Sin embargo, lo que me es comunicado es solamente la intensidad con la que el otro es afectado (en términos técnicos uno hablaría de un quantum de afecto o de una carga energética). Las imágenes que, para él y sólo para él, se asocian con tal intensidad, escapan a esta forma de comunicación. De mi lado, recibo esa carga energética a mi manera, de un modo personal: yo podría, por ejemplo, tener un trastorno provisorio de la percepción, una casi-alucinación, o una modificación de las dimensiones; o, podría estar sumergida en un sentimiento de pánico o de angustia masiva. No es necesario (y de hecho, no es lo común) que mi experiencia sea compartida por mi acompañante: él puede, por ejemplo, estar, en apariencia, completamente desafectado.

Supongamos que en lugar de luchar contra ese estado, lo acepto como un acto de comunicación a propósito de algo que no conozco. Esto me empuja a hablar, pero de la manera mencionada anteriormente (“fíjate, yo soñé que…”), o bien, a mantenerme callada. En tales casos, si soy capaz de olvidar que estoy en el campo, trabajando, y que tengo un arsenal de preguntas para hacer…, si soy capaz de decirme a mí misma que la comunicación (etnográfica o no, después de todo, eso ya no constituye el problema de fondo) está produciéndose, precisamente así, de esa manera insoportable e incomprensible, entonces puedo darme cuenta que estoy lidiando con una forma particular de la experiencia humana –la de ser embrujada, por ejemplo– porque soy afectada por ella.

Ahora bien, entre personas igualmente afectadas por el lugar que están ocupando, se producen cosas que resultan inaccesibles para la percepción del etnógrafo, se hablan de cosas que los etnógrafos no hablan, o, también puede darse el caso, de que las personas callen, pero aun así se trata de una forma de comunicación. Al experimentar las intensidades vinculadas a tal posición, se descubre que cada uno presenta un tipo específico de objetividad: allí sólo puede acontecer un cierto orden de eventos, no se puede ser afectado sino de una cierta manera determinada.

«Witch Ride» – Erich Schutz (1926)

Como podemos ver, cuando un etnógrafo acepta ser afectado, eso no implica identificarse con el punto de vista del nativo, ni que se aproveche del trabajo de campo para excitar su narcisismo. Aceptar ser afectado, no obstante, supone asumir el riesgo de que el proyecto de conocimiento se desvanezca. Si este proyecto es omnipresente, no pasa nada; pero si algo sucede y éste no zozobra en la aventura, la etnografía es aún posible. Este tipo de proyecto presenta, creo, cuatro rasgos distintivos:

1. Su punto de partida es el reconocimiento de que la comunicación etnográfica ordinaria –una comunicación verbal, voluntaria e intencional que apunta al aprendizaje del sistema de representaciones nativas– constituye una de las formas más empobrecidas de la comunicación humana. Ella es especialmente inadecuada para proveer información acerca de los aspectos no verbales e involuntarios de la experiencia.

Noto al respecto que, cuando un etnógrafo rememora lo que hubo de único durante su estadía de campo, siempre remite a situaciones en las que él no estaba en condiciones de practicar esa empobrecida forma de comunicación, porque estaba desbordado por la situación y/o por sus propios afectos. Sin embargo, en las etnografías estas situaciones, banales y recurrentes, de comunicación involuntaria y desprovista de intencionalidad, nunca son analizadas como lo que son: la “información” que estas situaciones aportan al etnógrafo son plasmadas en el texto, pero sin ninguna referencia a la intensidad afectiva que las acompañan en la realidad. Esta “información”, a su vez, se coloca al mismo nivel que la otra información, la que surgió de la comunicación voluntaria e intencional. De hecho, podríamos decir que constituirse en un etnógrafo profesional supone ser capaz de maquillar automáticamente todo episodio de la experiencia de campo en una comunicación voluntaria e intencional, en procura del aprendizaje de un sistema de representaciones nativo.

Por mi parte, elegí una dirección contraria: conceder a esas situaciones de comunicación no-intencional e involuntaria un estatuto epistemológico: fue regresando una y otra vez sobre esas situaciones que construí mi etnografía.

2. El segundo rasgo distintivo de esta etnografía es que el investigador debe tolerar vivir una suerte de escisión (schyze). Dependiendo de la situación, debe dar prioridad a aquella parte de sí mismo que es afectada, modificada por la experiencia de campo; o bien, dar prioridad a esa otra parte en él que quiere registrar esa experiencia, a fin de comprenderla y transformarla en un objeto de estudio de las Ciencias.

3. Las operaciones de conocimiento se extienden en el tiempo y están separadas las unas de las otras: en el instante en el que uno es más afectado, no puede relatar la experiencia; cuando se la narra, no es posible comprenderla. El tiempo para el análisis viene después.

4. El material recogido es de una densidad particular y su análisis nos lleva inevitablemente a romper con las certezas científicas mejor establecidas.

«Witches’ Flight» – Goya (1797)

Consideremos, por ejemplo, los rituales de desembrujamiento. Si yo no hubiese estado tan afectada, si no hubiese asistido a tantos episodios informales de brujería, le habría concedido a los rituales una importancia central: primero, porque en tanto que etnógrafa debería privilegiar el análisis simbólico: segundo, porque los relatos típicos de la brujería le otorgan un lugar esencial. Pero, después de haber pasado tanto tiempo entre los embrujados y los desembrujadores, tanto en sesión como fuera de ella, después de haber escuchado, una amplia variedad de discursos espontáneos sobre brujería, además de los discursos convenidos, después de haber experimentado tantos afectos asociados a momentos particulares del desembrujamiento, y, después de haber visto hacer tantas cosas que no eran parte de los rituales, comprendí lo siguiente: el ritual es un elemento (el más espectacular, pero no el único) a través del cual el desembrujador revela la existencia de “fuerzas anormales”, las consecuencias mortales de las crisis que sufren sus clientes y la posibilidad de victoria. Pero esa victoria (no podemos hablar al respecto de “eficacia simbólica”) supone la puesta en marcha, antes y después del ritual, de un dispositivo terapéutico muy complejo. Este dispositivo, por supuesto, puede ser descrito y comprendido, pero sólo si disponemos de los medios para aproximarnos a él. Es decir, si estamos dispuestos a correr el riesgo de “participar ” o de ser afectados por él. En ningún caso ese dispositivo puede ser apenas “observado”.

Y para concluir, señalo algo en relación a la ontología implícita en nuestra disciplina. En Meurtredans l’Université Anglaise (L’Âne, Nº 21, abril-junio, 1985), Paul Jorion afrma que la Antropología anglosajona presupone, entre otras cosas, una transparencia esencial del sujeto humano para sí mismo. Mi experiencia de campo –porque ella dio lugar a la comunicación no verbal, no intencional e involuntaria, al surgimiento y al libre juego de los afectos desprovistos de representación– me ha permitido explorar diversos aspectos de una opacidad esencial del sujeto para sí mismo. Esta noción es, de hecho, tan vieja como la tragedia, y ha sostenido toda literatura terapéutica durante un siglo. Poco importa el nombre asignado a esta opacidad (“inconsciente”, etc.): lo importante, en particular para una antropología de las terapias, es ser capaz de plantearlo y colocarlo en el centro de nuestros análisis, de aquí en más.

La primera versión en español de este texto fue publicado en la revista AVA, de la Universidad Nacional de Misiones. Recomendamos leer la informativa introducción que lo precede, hecha por las traductoras, aquí. Allí, señalan las publicaciones originales del mismo en francés y en inglés:
«Lo que comenzó siendo el borrador de una conferencia, se transformó en un artículo aparecido en 1990 en la revista Gradhiva, Revue d’Histoire et
d’Archives de l’Anthropologie (Favret-Saada, 1990a). Con una introducción y conclusión que ampliaba sus interlocutores hacia el mundo anglosajón,
tomando en consideración especialmente el trabajo de Renato Rosaldo, este artículo fue traducido al inglés y publicado el mismo año bajo el título “About
Participation” en la revista Culture, Medicine and Psychiatry (Favret-Saada, 1990b). La propia autora definió “Être affecté” como el “punto culminante de
una antropología de la brujería realizado en tres volúmenes” (Favret-Saada, 2012: 437).»

Sobre las imágenes: Es claro que no pretenden representar de ninguna manera cómo la «brujería» y las «brujas» son visualizadas en Mayenne, Francia, donde Favret Saada realizó su estudio. Son apenas ilustrativas de la manera en que «las brujas» han sido imaginadas a lo largo del tiempo en Europa, y de su presencia potente y persistente en el imaginario europeo.

Notas

(1)  Nota acerca de la traducción al español: En su texto original “Être afecté”, Favret- Saada utiliza el término “sorcellerie”y sus derivados para hacer referencia a “le systéme sorcellaire”del Bocage. “Sorcellerie”–o en su defecto “sorcellaire”–fue traducido como “brujería”–en lugar de “hechicería”–siendo esa misma acepción, la que se adoptó para aludir al resto de las derivaciones semánticas: la acción de “embrujar” –“ensorceler”; el “embrujado/a”– que surge a partir del participio de ese verbo “(c’est) ensorcelé(e)”; y el “brujo” o “bruja” –“ensorceleur” y “ensorceleuse”, respectivamente. No obstante, el rasgo distintivo de la versión original, es la creación del término “désorceler” a la que Favret-Saada hace mención para referirse a la acción de “desembrujar”. Así, el “ensorceleur” y la “ensorceleuse” –los brujos/hechiceros– devienen en “désorceleur” (desembrujador) y “désorceleuse” (desembrujadora); mientras que los “ensorcelés” (embrujados) se convierten en “désorcelés”(desembrujados). Frente a esta situación, la versión inglesa ha utilizado las siguientes variaciones derivadas del término “bewitch” (embrujar): “dewitching” (desembrujamiento), “dewitcher” (desembrujador/a), “bewitcher” (embrujado/a) y “unbewitcher” (desembrujado/a) (Favret-Saada, 1980, 1990, 2012).

(2)  “Indirectamente, poder experimentar las sensaciones, percepciones y pensamientos de otro” [Nota de las traductoras].

 

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Jeanne Favret-Saada

Jeanne Favret-Saada

Enseñó en la Universidad de Nanterre (Paris X) y es directora de investigaciones en la École Pratique des Hautes Etudes. Escribió tres libros sobre brujería en la campiña francesa: Les Mots, la Mort, les Sorts (Gallimard, 1977); Corps pour Corps: enquête sur la sorcellerie dans le Bocage. Paris: Gallimard, 1981, en colaboración con Josée Contreras) y Desorceler (L‘Olivier, 2009).
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