Mi abuela y la muy milagrosa Virgen de la Rosa Mística (alemana)

por Diego Mauro – ISHIR/CCT CONICET (Investigaciones Socio-Históricas Regionales, Rosario)

Publicamos, muy agradecidos con Diego Mauro, el prefacio a su libro de próxima aparición «Devociones Marianas: Catolicismos locales y globales en la Argentina del siglo XIX a la actualidad» (Prohistoria, Rosario, 2021) en el que diversos investigadores describen las principales devociones marianas existentes en el país.

En este interesante y personal texto, describe la forma en que su abuela Carmen se relacionaba con una imagen milagrosa de la Rosa Mística que una congregación le hizo llegar desde Alemania. De una manera mejor aprehendida por el concepto de «religión vivida» que por el de «religiosidad popular», la abuela Carmen -declaradamente «católica»- se relacionaba de manera libre y autónoma con la Virgen de la Rosa Mística, el ser espiritual indudablemente central de su quehacer y sentir religioso.

Prefacio. La llegada de la estatua

Mi interés por las devociones marianas se remonta a mi temprana adolescencia y al contraste que advertía entre mis abuelas.

Una de ellas, Ángela, era atea. No era anticlerical aunque en general recelaba de «los curas», como los llamaba. Mejor estar lejos de ellos, decía. Tampoco parecía sostener ninguna creencia en forma alguna de trascendencia.  Solía rememorar a su marido muerto muy joven pero siempre en pasado. Recuerdo incluso que cuando estaba ya muy enferma, internada en el hospital, me dijo: «estoy muy cansada, ya es hora». No hubo ninguna referencia a la posibilidad de alguna continuidad, algún encuentro futuro, nada. Parecía aceptar con total naturalidad que todo, sencillamente, se acababa para ella.

Por el contrario, mi otra abuela, Carmen, era muy devota. Siempre con un rosario en la mano y aficionada a adquirir diferentes objetos de culto: cruces, estampas y sobre todo medallas de la Virgen María en sus diferentes advocaciones. Tal vez por eso, uno de los primeros regalos de cumpleaños que le hizo mi abuelo Juan en 1947 fue precisamente una pequeña medalla de oro de la Inmaculada Concepción. Un regalo, por cierto, costoso para un obrero gráfico bastante pobre. Este contraste me fascinaba y esa fascinación aumentó cuando a mediados de la década del noventa recibió en su casa una estatua de alrededor de un metro de altura de una devoción que no conocía: la Rosa Mística.

Mi abuela se había ido haciendo devota de ella y había escrito una carta –ayudada por mi hermana–, no recuerdo exactamente a dónde, si al santuario italiano o a una comunidad de devotos alemana, para pedir que le enviaran objetos de culto para difundir la devoción en Rosario. Grande fue su sorpresa cuando, varios meses después, recibió una estatua de significativa importancia junto a infinidad de estampas y medallas.

Mi abuelo, aunque menos devoto, estuvo de acuerdo en mandar a construir una suerte de caja de vidrio donde colocaron la imagen para protegerla de los visitantes que, presuponían, comenzarían a llegar al departamento de mi abuela. Si bien el flujo de visitantes nunca fue importante, se generó un pequeño santuario que alternativamente visitaban vecinas y vecinos del edificio. Iban al departamento de mi abuela a rezar, dejar una plegaria y tocar el vidrio que protegía la imagen. Superada la novedad poco a poco el flujo de visitantes fue disminuyendo hasta prácticamente desaparecer. Mi abuela siguió rezándole en soledad. Cuando murió, la imagen quedó olvidada. Durante las visitas a mi abuelo la observaba de vez en cuando en un rincón del comedor. Si bien mi abuelo era un hombre de fe y recuerdo que rezaba nunca lo vi hacerlo frente a la imagen sino más bien en su habitación, acostado. Tal vez en parte por su ceguera. No lo sé. Nunca le pregunté a qué o a quién le rezaba.

Aquellos hechos no sólo despertaron mi curiosidad sobre las devociones marianas, sino que me enseñaron bastantes cosas sobre las formas de creer, sobre la fe y algunas características del catolicismo. Recuerdo que, poco después de la llegada de la imagen,  preguntando descubrí que se trataba de una devoción que, si bien no estaba desautorizada o «condenada», tampoco contaba con la «aprobación» de Roma. Aunque esa situación no tenía nada de extraña, en su momento el dato me sorprendió  porque mi abuela hacía gala de su obediencia a la Iglesia. Un día le comenté al pasar: «Nona, me parece que no es una devoción autorizada». Me miró y sin darle mayor importancia me dijo: «Ah, no sé, no importa». Su respuesta me impresionó porque, además, era muy clerical en su forma de entender la práctica religiosa. Insistí: «Pero, te parece bien… ¿por qué no habrá sido autorizada? ¿Hablaste con algún sacerdote?». Volvió a contestarme: «No, pero no importa. La Virgen es muy milagrosa –me dijo–, yo le tengo mucha fe, no me importa lo que me digan otros». Esos «otros» eran ni más ni menos que las autoridades y los especialistas religiosos de la institución de la que ella se consideraba una disciplinada y ferviente seguidora.

Un día, cuando llegué a la casa de mis abuelos para almorzar, me encontré con dos vecinos del edificio que salían del departamento luego de ir a agradecer favores o milagros supuestamente concedidos por la Virgen. Mi abuela estaba muy contenta, y mientras freía las papas con las que preparaba una tortilla típicamente española volvió a decirme que la Virgen concedía milagros muy importantes. Yo tendría quince o dieciséis años y había aprendido en la escuela salesiana a la que iba que, técnicamente, la Virgen solo intercedía ante Dios que era quien, en todo caso, decidía conceder el milagro. Le comenté algo de esto y me dijo: «claro, sí, sí, son lo mismo. La Virgen, el Espíritu Santo, Jesús, San Cayetano –a cuya festividad solía asistir–, Dios, son todos lo mismo, un mismo Dios». No obstante, me aclaró: no todas las devociones son tan efectivas ni igualmente importantes. La Rosa Mística era de las más «cumplidoras», y arriesgó incluso una teoría conspirativa y de un cierto sesgo anticlerical: «tal vez por eso hay curas que no la quieren».

En los hechos, para ella la Virgen estaba al mismo nivel que Dios, o incluso por encima. Con el paso del tiempo, siguieron llegando algunas veces nuevos cargamentos de estampas y medallas. Mi abuela las agradecía por carta y las repartía entre la pequeña comunidad de devotos. No obstante, notaba que no era igualmente generosa con las medallas que con las estampas. Con las medallas, sobre todo si contaban con nuevos diseños, era más cuidadosa, más reticente y reservaba muchas de ellas para su propia colección. Los objetos de culto ejercían una gran fascinación sobre ella, y había algo de la pulsión irrefrenable del coleccionista que la llevaban a conservar todo tipo de objetos religiosos que atiborraban los cajones del placard de su dormitorio.

Cuando muchos años después me dediqué a estudiar la devoción a la Virgen de Guadalupe en el santuario santafesino, estos recuerdos ganaron nitidez y me ayudaron mucho a entender la plasticidad de las formas de creer y, en parte, las lógicas contradictorias pero funcionales del mundo católico. Tal como descubría en las prácticas de los devotos guadalupanos, mi abuela hacía infinidad de cosas con la religión, «más acá y mas allá», de lo supuesto o establecido. Con márgenes de libertad y autonomía, además, en principio sorprendentes para alguien que se consideraba un miembro fiel y disciplinado de la Iglesia. Mi abuela reivindicaba siempre la autoridad del papa, el obispo y el párroco de turno, pero no le importó que la devoción que la movilizaba despertara cierta aprehensión y desconfianza en otros miembros de la comunidad religiosa de la que participaba. Respetaba a las autoridades, pero podía desobedecerlas sin dudarlo y sin sentir la necesidad, si quiera, de dar alguna explicación.

Por otro lado, la dimensión milagrosa y la centralidad de la Rosa Mística eran totales. La Virgen no era una mera intercesora sino, más bien, quien decidía y ordenaba, como si Dios fuera su brazo ejecutor. Tal postura iba más allá de lo que la teología católica entiende por hiperdulía –cosa que, de más está decir, comprendí mucho después–, pero a mi abuela todo ello la tenía sin cuidado. La devoción se traducía en alegría y esperanza. Montar el pequeño santuario la ocupaba y entusiasmaba, la conectaba con otras personas, le permitía socializar en un momento en que la vejez comenzaba a quitarle cotidianamente posibilidades y horizontes. Le daba también un cierto lugar de prestigio y autoridad que parecía disfrutar. También en relación con mi abuelo, que desempeñaba un rol subordinado en el asunto.

Su fe en la capacidad milagrosa de la Virgen le daban confianza y seguridad, o al menos eso pareció ocurrir durante un cierto tiempo. La llegada de la estatua le permitió además seguir desarrollando uno de sus hobbies más apreciados: coleccionar objetos de culto. Lo hacía de una forma no muy diferente a como hoy en día miles y miles de hombres y mujeres coleccionan diferentes cosas, desde figuras de Star Wars, Terminator o Alien, hasta monedas, libros o camisetas de equipos de fútbol. Mi abuela coleccionaba medallas, rosarios, estampas y cruces de diferentes lugares, materiales, formas y tamaños. Las ordenaba, las clasificaba y tenía una historia para contar sobre cada uno de esos objetos.

Más tarde, cuando realizaba mi doctorado y después mi posdoctorado, entendí que en esos hechos estaban condensados muchos de los temas, problemas e interrogantes que al día de hoy animan el campo de los estudios sobre la religión en el mundo contemporáneo: el lugar de los especialistas religiosos, la ductilidad e historicidad de las formas de creer, la creatividad de los fieles, el rostro recreativo y lúdico de lo religioso, la dimensión de género y la llamada «feminización del catolicismo», el problema del sentido y la trascendencia, los cambios en las formas de la sociabilidad religiosa.

Este libro es en buena medida tributario de la curiosidad que despertó en mí adolescencia el pequeño y efímero santuario montado por mi abuela Carmen, y el contraste total que planteaba con las convicciones de mi otra abuela, Ángela, para quien el mundo, profundamente desencantado, no encerraba ningún misterio ni daba pie a ontologías más complejas que las de lo que podía verse y tocarse.

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Diego Mauro

Diego Mauro

Diego Mauro es Investigador del CONICET y docente de Historia de Argentina II en la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario.
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