El (pretendido) pluralismo religioso Argentino y nuestra limitada manera de estudiarlo

Templo del Hermano Miguel

 

El sociólogo inglés James Beckford  ha diferenciado, con mucho criterio, «pluralismo» religioso de «diversidad» religiosa. «Diversidad» sería la variedad religiosa existente en una sociedad en un momento dado, y «pluralismo» sería la valoración positiva de ella. O sea que podría haber diversidad religiosa sin pluralismo religioso -una condición muy común, ya que las sociedades y las naciones hasta hace bastante poco solían imaginarse como homogéneas y toda diversidad (étnica, racial, sexual, y, obviamente religiosa) no era bienvenida.  En momentos como los actuales, de mayor construcción multicultural de las naciones, se comienza a reconocer el valor de la diversidad étnica, racial y sexual (con las dificultades que todos conocemos en distintos momento y contextos geográficos)  pero no el de la diversidad religiosa. Por más que vivimos en sociedades que son efectivamente diversas religiosamente, estamos lejos, aún, de vivir dentro de sociedades realmente plurales  religiosamente – en las que haya un reconocimiento positivo de la diversidad religiosa existente.

Una primera razón por la cual la diversidad religiosa no es valorada es porque la religión, de manera general, tampoco lo es. Aún prevalece, especialmente en sectores » ilustrados» de la sociedad,  la idea general de que la religión resulta de alguna manera incompatible con la modernidad y de que su ejercicio debe ser apenas tolerado mayormente en ámbitos privados. Las religiones con algún grado de legitimidad social son mayormente las propuestas por instituciones religiosas que practican una forma secularizada de las mismas  -las que han aceptado la división de esferas de actividad social propuesta por la modernidad y la división de roles de incumbencia dentro de ellas-. Por este prejuicio es que la movilización social para la reivindicación de identidades  raciales, étnicas o sexuales son vistas como parte de la vida moderna, pero la reivindicación pública de identidades (y derechos) religiosos no son similarmente apreciados.[1] Por el contrario, son vistos como un rasgo antimoderno, algo que no tiene cabida en sociedades modernas. La valoración positiva de la diversidad religiosa está lejos, entonces, de gozar del consenso que están logrando otro tipo de diversidades e identificaciones. Por ejemplo, es cada vez más aceptado (y considerado parte de las sociedades modernas) reclamar derechos como gay o como transexual, pero no tanto el hacerlo como «evangélico» o como «afroumbandista» (o como «católico» no progresista, digamos). Hay identificaciones que se consideran que brindan derechos, y otras que los quitan. [2]

Fiesta de Iemanjá en Mar del Plata

 

Un segundo motivo es que buena parte de la diversidad religiosa local es ocultada o invisibilizada . En nuestro país las prácticas religiosas más comunes son fuertemente mágico-religiosas -o sea, están dirigidas a obtener el apoyo del mundo espiritual en diferentes áreas de la vida cotidiana de las personas.  Se basan en cosmovisiones encantadas y en nociones holistas de la persona, que ven una fuerte interrelación y correlación entre la salud física, síquica, espiritual y hasta social (ver el trabajo de Semán, aquí). Por ello no respetan la división moderna entre salud física y mental, y, sobre todo, la necesidad de distintos especialistas para tratarlas [3].  En las visiones encantadas el mismo especialista puede cubrir las dimensiones físicas, sicológicas y religiosas del bienestar de una persona, así como las dimensiones sociales que la atan inexorablemente a la comunidad. Las nociones encantadas y holistas de la persona están mucho más extendidas de lo que deseamos reconocer en una sociedad como la nuestra, que se visualiza como «blanca, europea, moderna y racional». Digo extendidas, para no decir que son más populares de lo que creemos, porque el mero uso de esta palabra suele invocar un corte de clase que no aplica del todo en este caso. Hacen parte de nuestra diversidad religiosa (casi diría que forman la espina dorsal de nuestra práctica religiosa), pero no entran dentro de ninguna propuesta de pluralismo religioso. Las cosmovisiones encantadas, y las prácticas religiosas que se derivan de ellas, no son bien apreciadas localmente, ya que no son consideradas ni modernas ni beneficiosas para la salud social.

Esta invisibilización (cuando no desprecio o aún, criminalización) de las prácticas y creencias (mágico)religiosas obviamente tiene que ver con la construcción de «lo religioso» dentro de nuestras sociedades. Así como es hora de reconocer que la reivindicación de derechos religiosos puede ser un comportamiento «moderno» (en tanto basado en identificaciones tan válidas como cualquier otra), también es preciso reconocer que la producción de religión se da (también) muy por afuera de las religiones socialmente legitimadas como tales. Esto puede ser un rasgo (pos)moderno, o puede, en realidad, ser bastante más antiguo de lo que creemos.

Día de Pancho Sierra en Salto, pcia de Buenos Aires

 

Estamos acostumbrados a asociar «religión» solamente a determinadas identificaciones e instituciones religiosas -que cuentan con cierto nivel de complejidad organizativa y perduración en el tiempo. Hemos naturalizado que el campo religioso sea el de las religiones, y de los especialistas religiosos socialmente legitimados. Pero esta manera de concebirlo abarca apenas una parcela (sin duda importante) de los productores de significados y prácticas religiosas consideradas en su totalidad.

He argumentado con más detalle en un trabajo reciente que una definición mínima pero inclusiva y sumamente útil de religión para entenderla en los tiempos actuales sería concebirla como una red de relaciones que involucra a los humanos con una serie de diferentes figuras sagradas. [4]  Esta definición, basada en una propuesta del teólogo y sociólogo ítalonorteamericano Robert Orsi, tiene la virtud de trascender las visiones mayormente eruditas que tenemos de lo religioso, y en vez de concebir a  las religiones sólo como sistemas de creencias elaborados, bien articulados y anclados en grupos organizados y estables, enfatiza más, en cambio, la importancia de las prácticas cotidianas, de las relaciones de todo tipo que las personas comunes entablan con seres espirituales o suprahumanos culturalmente postuladas. [5]  Esta definición tampoco presupone que las actividades religiosas son única o principalmente para otorgarle un sentido último a la existencia, ya que para muchas personas son un medio de paliar efectivamente (y no sólo de lidiar cognitivamente con) los múltiples problemas prácticos que aquejan su existencia. Desde la academia hemos reconocido parcialmente este fenómeno,  pero lo hemos desconsiderado como apenas «religiosidad popular» y se lo hemos adjudicado principalmente a los sectores de escasa educación formal y ubicados en los estratos más bajos de la escala social. Pero en realidad las visiones holistas y encantadas de la persona, la salud y la religión exceden en mucho estas coordenadas sociales y se pueden encontrar a lo largo y ancho de nuestra sociedad -a veces, como en el caso de la Nueva Era o de la «espiritualidad» contemporánea, con ontologías inmanentes en las cuales se cree que buceando en nuestro «interior sagrado» se encontrará el bienestar físico, espiritual y mental ansiado.

Altar de San La Muerte en San Vicente

 

¿Adónde quiero llegar con todo esto? A que, concentrados en «religiones» definidas mayormente como: una identidad = un sistema de creencias = un grupo religioso organizado, subestimamos el grado de diversidad religiosa efectivamente existente en nuestro país, o sea, las múltiples maneras en que los argentinos nos relacionamos con seres suprahumanos, algunos de los cuales no están postulados por ningún grupo organizado y estable y cuando sí lo son, están resignificados de manera  muy idiosincrática. [6] Para buena parte de los argentinos es mucho más importante María que Jesús (la cantidad de santuarios milagrosos dedicados a ella lo comprueba); las rutas del país y los barrios del conurbano están poblados de altares para un gaucho matrero milagroso que ninguna «religión» reconoce ni propugna y la cola que se hace en San Cayetano para tocar la imagen es muchísimo más larga que la que se hace para escuchar la misa. Estos hechos que hemos naturalizado y que quizás nos parezcan por ello triviales, revelan, en vastos sectores dela población una ontología muy diferente de la propuesta por nuestra principal institución religiosa – por más que las identidades («identificaciones») religiosas homogéneas lleven a creer lo contrario. Todos los barrios del conurbano tienen varios templos de Umbanda, aún cuando sus practicantes no figuren en las encuestas cuantitativas que hacemos los sociólogos, ni estén registrados en ninguna dependencia oficial y también varias pequeñas iglesias evangélicas que tampoco figuran en el Registro de Cultos y quizás tampoco en las federaciones. La presencia espiritista podrá ser menor que antaño, pero continúa relevante y extendida.

Esta diversidad religiosa a nivel individual es  bienvenida, producida y ejercida con entusiasmo, aunque a veces sólo compartida con los íntimos. Ya a un nivel más macrosocial es invisibilizada cuando no sospechada por la construcción homogénea e idealizada que realizamos de nuestra nación : «somos», mayoritariamente, «católicos» -de un catolicismo secularizado que respeta las jerarquías epistemológicas propuestas por la modernidad. La industria cultural y los medios de comunicación en ocasiones incentivan parte de esta diversidad, editando libros de gurúes new age, promoviendo los beneficios múltiples de prácticas de pretendida raigambre oriental presentadas con discursos cientificistas o las virtudes milagrosas de algunos curas sanadores. En otras ocasiones, invisibilizan a ciertas prácticas religiosas (¿cuántas notas se dedican a los evangélicos en los principales diarios?¿y al espiritismo?) o sino las estigmatizan o criminalizan (los múltiples «asesinatos en rituales umbanda», los pánicos morales sobre «sectas» de fines del siglo pasado).

Libros en supermercado (foto: A. Frigerio)

 

A nivel estadual el «pluralismo» religioso actual se expresa principalmente a través de la exaltación estatal y mediática del «diálogo interreligioso» que abarca principalmente a las tres religiones del libro, y a algunos actores secundarios de otras tradiciones religiosas prestigiosas -principalmente el hinduismo y el budismo en sus múltiples vertientes- que fungen más de espectadores que de reales protagonistas. La umbanda, cierto evangelismo popular y el espiritismo, de tradición centenaria y masiva en el país, también están mayormente ausentes de estos diálogos y estos encuentros. Nos parezca moderna o no, adecuada o no, lo cierto es que la espiritualidad, las maneras efectivas de relacionarse con los seres suprahumanos que ejerce buena parte de los argentinos, no se encuentra suficientemente reconocida ni visibilizada por el Estado.

Aunque es ciertamente difícil que el Estado pueda interactuar institucionalmente con la miríada de grupos de distinto grado de organización social que producen nuestra diversidad religiosa, un verdadero pluralismo religioso debería tomar en cuenta que nuestras prácticas y creencias van mucho más allá de las religiones socialmente legitimadas. Los académicos, por nuestro lado, deberíamos repensar nuestro arsenal teórico y metodológico, y reflexionar sobre la manera en que nosotros mismos concebimos la religión de acuerdo con determinados modelos culturales preexistentes y ayudamos a invisibilizar las prácticas religiosas efectivas de buena parte de nuestra población, construyendo modelos que son más normativos que descriptivos de nuestra realidad social. Ignorando la diversidad, difícilmente ayudemos a avanzar el pluralismo religioso.

Pasacalles frente al altar del Gauchito Gil Triángulo de Bernal (foto: A. Frigerio)

 

Texto publicado originalmente en dossier GEMRIP.

[1] Para no brindar una imagen demasiado esencializada de las «identidades» es mejor hablar de «identificaciones», ya que las identidades sólo existen y se construyen a través de actos de identificación continuos.

[2]  Aunque es cierto que algunas reivindicaciones religiosas están más basadas en quitar derechos a quienes no piensan igual que a, meramente, reivindicar los propios. Pero esto no es cierto ni necesario en todas las reivindicaciones de derechos religiosos -frecuentemente también se exige sólo el derecho a la libre y pública práctica e identificación religiosa sin ser socialmente discriminado.

[3] El médico para la salud física, el sicólogo para la salud mental, y, eventualmente, un sacerdote para una posible dimensión de bienestar espiritual.

[4] «¿Por qué no podemos ver la diversidad religiosa?: Cuestionando el paradigma católico-céntrico en el estudio de la religión en Latinoamérica». En Cultura y Representaciones Sociales 24,  México,  2018. Online en: http://www.scielo.org.mx/scielo.php?pid=S2007-81102018000100051&script=sci_arttext

[5] Digo «suprahumanos» y no «sobrenaturales» para no entrar en discusiones sobre el grado de distanciamiento que puedan tener de la realidad «natural», ya que para muchas personas estos seres intervienen activamente en el orden natural y no se restringen a otro plano de existencia. «Suprahumanos» denotaría apenas una capacidad de agencia mayor que la de los humanos ordinarios sin entrar en discusiones acerca de su grado de “sacralidad” o distanciamiento de «este mundo».

[6] Subestimamos también las múltiples fuentes no religiosas de postulación de seres suprahumanos, o de creación de significados idiosincráticos de ellos (los medios de comunicación, la industria cultural, etc) -pero esto cae ciertamente fuera de los alcances de este escrito.

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Alejandro Frigerio

Alejandro Frigerio

Alejandro Frigerio es Doctor en Antropología por la Universidad de California en Los Ángeles. Anteriormente recibió la Licenciatura en Sociología en la Universidad Católica Argentina.
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