Laicidad a la argentina

Foto: Telam

por Juan Esquivel (UBA, CEIL/CONICET)

«A veces se confunden (.), por eso te pregunté si no eran lo mismo la religión y la política, porque en realidad uno trabaja sobre las creencias del otro«.

La frase, esgrimida por un legislador nacional, grafica con claridad los fundamentos de una idiosincrasia política que integra más que escinde ambas esferas -la religión y la política. Se trata de una cosmología transversal, que no distingue clivajes ideológicos, educativos o de adscripciones confesionales. Predomina una forma de pensar -e instrumentar- la relación entre el Estado, actores religiosos y el mundo de la política en general al que abrevan sectores que se definen como liberales, republicanos y de tradición o cultura popular; segmentos ilustrados y de menor formación educativa, referentes empresariales, sindicales, judiciales y demás integrantes de lo que se identifica laxamente como clase dirigente.

¿Cuáles serían los componentes principales de esa matriz tan extendida entre dicha dirigencia?

1) El lugar preponderante asignado a las instituciones religiosas -principalmente a la Iglesia católica- en la escenificación del mapa de poder, que se materializa en la validación como actores de relevancia cuando se debaten proyectos legislativos de sensibilidad eclesiástica o cuando se diseñan y ejecutan políticas públicas en materia de educación, salud, asistencia social. El modo de pensar la política y la construcción del poder contempla al eslabón religioso como uno de sus engranajes.

2) La naturalización de la presencia de líderes religiosos o referentes laicos de las instituciones confesionales en distintos espacios de la gestión estatal, sea en cargos ejecutivos o en comités consultivos (educativo, social, bioética, etc.).

3) El reconocimiento de la legitimidad social que detentan los grupos religiosos. La presencia de actores religiosos en los dispositivos del accionar estatal es representada como una garantía de transparencia y de eficacia en virtud de la capilaridad y extensión territorial de las organizaciones confesionales. Se pondera la complementariedad entre la gestión local y el trabajo social de las entidades religiosas.

4) La valoración del aporte que realizan las instituciones religiosas para el sostenimiento y cohesión del tejido social y como «reservorios morales» de la sociedad en su conjunto.

Para una cosmología que fusiona elementos de la política y de la religión en un único universo de sentido, la separación entre el Estado y las Iglesias es percibida, hasta aquí, en términos de ajenidad respecto a la tradición y la cultura nacional. Se configura, en cambio, un modelo de laicidad de subsidiariedad. Se concibe un Estado que en el diseño y ejecución de sus programas de gobierno interpela a los principales actores religiosos. Anclada en una cultura política de largo aliento, en un abanico de usos y costumbres arraigados que moldean el modus operandi de la clase política, la forma de organizar la política pública preserva en sus instancias de intermediación a las estructuras religiosas presentes en el territorio. Tanto las escuelas confesionales como los comedores de Caritas, al igual que las organizaciones evangélicas especializadas en el tratamiento de adicciones, reciben financiamiento estatal y, en ciertos casos, son parte del engranaje del Estado para «bajar» la política pública a la ciudadanía.

(Nicolas Stulberg)

Así las cosas, en la idiosincrasia política predominante, laicidad y religiosidad no conforman dos polos opuestos o excluyentes. La igualdad, la libertad y el respeto a la diversidad como imperativos categóricos asumen particulares significantes a la hora de interpretar, en términos normativos, el vínculo del Estado con el mundo confesional. La igualdad en materia religiosa no supone una neutralidad estatal, al estilo de la laicidad francesa, sino un reconocimiento a la existencia de otros cultos y a la necesidad de que el Estado se relacione con todos por igual, sin desconocer el peso histórico y cultural del catolicismo. Se apela a la libertad como invocación discursiva para legitimar la presencia de símbolos religiosos en espacios públicos o incluso al interior de instituciones estatales (escuelas, tribunales, parlamentos, comisarías, etc.). Integran el vademécum iconográfico de los edificios del Estado, transformándose más en objetos culturales que en elementos ante los cuales se rinde culto. El respeto a la diversidad conlleva a una valoración creciente de la relación del Estado con los cultos no católicos. La tendencia es a configurar un formato de pluri-confesionalidad. Si hasta poco tiempo, se convocaba al Tedeum con la Iglesia católica, se proyecta un Tedeum en el que se invita a todas las religiones; si hasta el momento, solo el catolicismo cuenta con una estructura de agentes para la asistencia espiritual en hospitales y centros de detención, se proponen instancias de participación para otros cultos; si actualmente los edificios gubernamentales presentan íconos del catolicismo o asociados al universo simbólico cristiano, se sugieren espacios inter-religiosos que contemplen imágenes de otras tradiciones religiosas en ámbitos gubernamentales.

Ahora bien, si el modelo de laicidad emergente integra a la religión como una de sus dimensiones constitutivas, ese proceso no está exento de pujas, negociaciones y corrimiento de márgenes propios de la dinámica política en una sociedad democrática. Principalmente cuando el Parlamento incorpora en su agenda de discusiones, demandas de ampliación de derechos en términos de sexualidad y reproducción que colisionan con el acervo de valores y moralidades de las jerarquías. Es que las idiosincrasias políticas no solo abrevan a fuentes religiosas. Las dinámicas político-religiosas conviven con otras lógicas de acción política. Esa coexistencia transita por senderos de tensiones y disputas, pero también acuerdos y distensiones. En contextos de intensidad democrática, se abren interrogantes sobre la continuidad de una cultura política hasta aquí dominante, signada por la permeabilidad de lo religioso. Los procesos no son lineales; las tensiones se resolverán de acuerdo a las capacidades y estrategias de los actores en disputa en cada coyuntura.

Publicado originalmente en el diario La Nación, acompañando a esta nota.

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Juan Esquivel

Juan Esquivel

Investigador del Conicet. Profesor de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
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