Semana Santa y pandemia: la fe vuelta virtual

Foto: AFP/Piero Cruciatti

 

por María Pilar García Bossio (Universidad Católica Argentina/CONICET)

La pandemia global y las medidas que se tomaron para palearla modificaron la vida cotidiana de las personas en formas que son totalmente nuevas, obligándonos a ser creativos para mantener nuestra sociabilidad laboral, política, académica, cultural, religiosa. Este texto es una crónica sobre mi propia experiencia religiosa en tiempos de cuarentena, y una reflexións sobre la forma en que la creencia muta y se adapta.

Desde que tomé la primera comunión a los diez años nunca había pasado tanto tiempo sin ir a misa ni comulgar. Eso son dieciocho años de comunión semanal y participación más o menos activa en la vida de la Iglesia Católica. Si bien nunca funcioné bien para los espacios más jerarquizados (sobre todo en actividades diocesanas), sí mantuve siempre un cierto nivel de participación activa más allá de la misa del domingo. Vengo de una familia católica “de toda la vida”, e hice el salto de “la fe de mis padres” a una opción personal en la adolescencia, atravesada por la experiencia de una laica consagrada que me dio a leer a Santa Teresa de Lisieux, de la mano de la participación en las misas en la comunidad de los padres carmelitas descalzos en La Plata, en una iglesia alejada del movimiento diocesano, con circulación periódica de sacerdotes y con una impronta marcada por ser la rama masculina de una orden fundada por una mujer: Santa Teresa de Ávila. Allí también viví los 500 años del nacimiento de la fundadora, y me interioricé en una espiritualidad mística y con un perfil muy femenino, llegando incluso a tratar con algunas monjas de clausura.

La elección de la carrera y la especialización en temas relacionados a las ciencias sociales de la religión volvieron mi fe más compleja y abrieron mis experiencias de lo que implica la creencia más allá de los límites del catolicismo, sin lugar a dudas; pero no movieron los cimientos, cercanos siempre a lecturas de santas y a la comunión, como así también en la celebración de la misa como un momento familiar. Esta introducción se vuelve necesaria para comprender algunos puntos de mi paso por la Semana Santa, y las reflexiones a las que pueda arribar.

El inicio del aislamiento social, preventivo y obligatorio a mediados de marzo coincidió para los católicos con las últimas semanas de la Cuaresma, el tiempo penitencial de preparación para la Pascua, extendiéndose sobre todo ese tiempo litúrgico. La Iglesia Católica pronto tomó la decisión de suspender las celebraciones litúrgicas en su formato presencial, y reemplazarlas por misas por televisión y redes sociales (las primeras existen hace mucho tiempo, muchas veces transmitidas por canales estatales, y son vistas por gente que no puede trasladarse hasta la iglesia a la celebración de la misa).

Faltando varios fines de semana para Pascua, el Papa, como Sumo Pontífice de la Iglesia Católica comunicó que realizaría una bendición urbi et orbi (bendición universal) en Roma, en un Italia azotada por la pandemia. Esta bendición, realizada en un atardecer de un Vaticano vacío, un día de lluvia donde sólo estaba la presencia del Papa y algunos colaboradores fue un momento, a mi parecer, impactante, que marcaba la decisión de la Iglesia de reducir al mínimo la presencia física en las celebraciones que vendrían, reforzando la idea de que se podría experimentar la sacralidad de estas fiestas desde el formato virtual. En el comunicado sobre esta bendición por parte del Arzobispado de La Plata ya se estipulaba (el 23 de marzo) que habría celebraciones por redes sociales, y que la bendición de los ramos de olivo el Domingo de Ramos, que da inicio de la Semana Santa (y que convoca a mucha gente que luego no necesariamente asiste a las otras celebraciones, pero que quiere llevarse su ramo bendecido) se haría por las redes sociales del Arzobispado. En ese momento circuló también un comunicado (mayormente por redes sociales) en el que se estipulaba que se podría asistir a las celebraciones online, y que para el caso del Domingo de Pascua se extendería el día de precepto (día en que es obligatorio asistir a la misa) desde el sábado a la noche hasta el resto de la semana, pensando aún que se podría asistir a misa de forma presencial, de forma que se esperaba que la feligresía no se acumulara en la misa del domingo. Sin embargo, a los pocos días esta idea también se descartó, y el Arzobispado inició un trabajo de actualización de sus redes sociales para estar preparado para el streaming en esos días. En particular llamó la atención un pedido a los fieles -por Whatsapp y redes sociales- para que se subscribieran al canal de YouTube del Arzobispado, y llegar a los mil subscriptores que exige la red social para poder emitir en directo.

Estas medidas, en línea con la decisión papal a nivel global y con la Conferencia Episcopal local fueron acatadas por la mayoría de los fieles católicos sin mayores críticas o quejas, asumiendo todos que estas medidas, acordes a las medidas tomadas por el gobierno, son importantes. En este sentido, la religión se vive en este punto como complementaria a la ciencia, que tiene la tarea de prevenir y cuidar. Sin embargo, también existieron resistencias, sobre todo de sectores católicos conservadores, que exigían poder tener misas presenciales, iniciando incluso acciones legales, en la misma línea de reclamos que habían sucedido en España. Es interesante ver esto porque marca también que los sectores más conservadores en la Iglesia Católica muchas veces se consideran por encima de las decisiones del Papa, que como Sumo Pontífice debería ser respetado y obedecido por toda la grey católica. Considero que esto debe ser tenido en cuenta para el análisis de nuestra Iglesia Católica local no solo en estos temas, sino también en otros, donde las posturas más reaccionarias se colocan muchas veces incluso a la derecha de las jerarquías, que por lo general son las que tienen posiciones más ortodoxas.

Dada mi trayectoria religiosa, no asistí virtualmente a la Semana Santa oficial del Arzobispado, sino que desde el principio del aislamiento seguí las celebraciones de una comunidad de padres carmelitas en Colombia, donde se encuentra un sacerdote que había vivido mucho tiempo en La Plata y con el que mi familia había mantenido (y aún mantiene) mucho contacto. Por diversos motivos hacía tiempo que no iba a las misas del Carmelo, y la elección de participar virtualmente de esta comunidad también estuvo asociada a la necesidad de acercarme nuevamente a esa espiritualidad. En este sentido, mi experiencia puede servir para reflexionar sobre la transnacionalización de lo religioso y sobre las formas en que se construye el sentido de comunidad, esencial en las prácticas religiosas de las “religiones del libro” (sobre esto, una nota en Valores Religiosos, suplemento del diario Clarín da cuenta muy bien). Esta comunidad ya contaba con página de Facebook y canal de YouTube antes de la pandemia, pero no transmitía las misas, sino charlas sobre la espiritualidad carmelita y sus santos. Al ser una comunidad pequeña no cuenta con los subscriptores necesarios para transmitir por YouTube, por lo que lo hacen por Facebook Live, y luego quedan a disposición las misas grabadas.

La primera vez que asistí virtualmente a estas celebraciones fue el primer domingo del aislamiento, a unas semanas de iniciar la Semana Santa. Mi padre me envió el link para acceder a la página al horario en que se haría la trasmisión en vivo, el domingo por la mañana: ellos lo verían desde su casa y yo desde mi departamento. Yo no suelo usar el Facebook Live, y al acceder me aparecía una misa de unos días antes, por lo que ya inicié con cierto sentimiento de incomodidad, porque sabía que ya estaban transmitiendo pero no estaba pudiendo entrar a la página. Finalmente encontré el video en streaming e inicié mi participación. La ceremonia tenía lugar en una pequeña capilla, en la que estaban presentes cuatro sacerdotes que forman parte de la comunidad, y varios frailes. Por lo que indicaba la página hubo todo el tiempo unas cincuenta cuentas conectadas (tres eran de mi familia: mis padres, yo desde mi departamento y mi hermana desde el suyo en Mar del Plata), este número crecería las siguientes celebraciones, hasta un total que rondaba los ciento cincuenta en algunos momentos.

Si bien el aislamiento flexibiliza las formas de vestirnos, en esa ocasión, y en gran parte de las celebraciones, me cambié la ropa que tenía puesta y me puse un jean y una remera (aunque seguí descalza o en ojotas), con la necesidad de marcar un momento distinto de la rutina frente a la computadora. Puse la computadora en la mesa del comedor, y una silla enfrente de forma que quedara lo más formal posible. Como parte del hábito, y de lo que para mí significa mantener cierto ritual, me paraba y sentaba en los momentos en que la celebración lo indica, e incluso me arrodillé para la consagración (descubrí en la sucesión de misas que tenía que poner una manta en el lugar donde iba a arrodillarme porque mi piso es de cerámicos y esa posición de forma prolongada resulta incómoda). Mientras sucedía esto no podía evitar sentirme ridícula en un punto, porque me imaginaba vista desde afuera, parándome, sentándome, arrodillándome cuando lo indicaba una persona del otro lado de la pantalla. Incluso escuché la misa (y todas las siguientes) con auriculares, por un lado para escuchar mejor, pero por otro creo que también con cierto pudor de que mis vecinos pudieran escuchar un momento que para mí era íntimo, a la vez que comunitario.

Cuando el sacerdote indica que nos podemos dar “la paz”, momento del rito en que los fieles se saludan entre sí con la fórmula “La paz esté contigo”, a lo que el otro responde “y con tu espíritu”, mi hermana mandó al grupo familiar un mensaje diciendo “La Paz chicos”, al que todos contestamos. Desde ese momento, cada vez que compartimos la misa virtual nos enviamos ese mensaje en esa parte, como una marca también de que seguimos viviendo ese espacio religioso juntos: otra forma de crear comunidad.

Ya casi finalizando la misa, en el momento de la comunión, primero la recibían los sacerdotes (donde uno solo hacía la consagración) y dejaban sobre el altar el pan y el vino para que cada uno se acercara y se administrara a sí mismo la comunión, de forma de que no hubiera contacto físico. Este momento en las siguientes misas se tapaba con un fondo negro sobre el que se leía una frase de algún santo, indicando recogimiento. Una vez que terminaban de comulgar ellos, compartían una oración de comunión espiritual, explicando cada vez la dificultad de no poder acceder a la comunión física, y pidiendo a Dios que permanezca en nuestros corazones.

Todas las celebraciones tuvieron referencias constantes a la pandemia, a la necesidad de permanecer en comunidad de oración, y al pedido a Dios por quienes deben tomar decisiones en estos momentos y quienes están encargados del tratamiento de los enfermos. Esto se intensificaría en las celebraciones de Semana Santa, donde se trazaba una comparación entre el Dios sufriente y el mundo pasando por la pandemia. Un dato interesante en esta comunidad en particular, es que en ningún momento hicieron referencia al problema que muchas iglesias están atravesando de no contar con financiamiento al haber perdido las colectas en las misas. Supongo que se debe a que la Orden carmelita tiene sus propios ingresos, y benefactores que colaboran más allá de las celebraciones, haciendo que la limosna de la misa sea menos necesaria (viendo otras misas escuché el pedido de apoyo económico de forma directa).

Ya en la Semana Santa, como indiqué, la primera celebración fue la del Domingo de Ramos. Esta misa da inicio a la semana, y recuerda el ingreso de Jesús a Jerusalén para vivir la Pascua judía y ser juzgado, condenado a muerte, muerto y resucitado. Toda la semana está pensada litúrgicamente para tener una cadencia que es para mí de lo más bello de la liturgia católica: la alegría del Domingo de Ramos, la sublime de la última cena el Jueves Santo, la austeridad y la soledad del Viernes Santo con la muerte de Jesús y la fiesta de la Vigilia Pascual en la noche del sábado (que tradicionalmente se hacía a la madrugada y progresivamente se fue pasando a un horario más temprano). Siempre me gustó porque a diferencia de la Navidad, que es más celebrada culturalmente, la Pascua ha quedado como una celebración para el cristiano “practicante”, perviviendo un cierto catolicismo cultural en el pescado el viernes santo, los huevos de pascua y el feriado. Muchos años incluso la viví formando parte de la organización de las celebraciones, por lo que para mí tiene una temporalidad particular.

La misa del Domingo de Ramos incluye la bendición de pequeñas ramas de olivo que los fieles se llevan para poner en sus casas, lo que para muchos constituye un elemento sagrado de protección. Los ramos deben conservarse todo el año, y se queman para el miércoles de cenizas (cuarenta días antes de la Pascua), utilizando las cenizas del olivo bendecido para la ceniza que marcará la frente de los fieles en la celebración de penitencia. En general las comunidades religiosas tienen un olivo en sus jardines, y sino cuentan con fieles que donan grandes cantidades de ramas para armar los ramos. En esta ocasión la imposibilidad de contar con los ramos generó una dificultad en la liturgia, siendo reemplazados por otras plantas que hubiera en las casas y cuyas hojas pudieran durar un tiempo una vez arrancadas. En la celebración a la que asistí virtualmente se bendijo una pequeña planta en una maceta y se pidió a los fieles que levantaran sus ramos para una bendición virtual. Aquí sentí uno de esos momentos de choque, pues la falta de la materialidad del símbolo, la falta del agua bendita mojándonos y mojando a los ramos fue una de las señales más claras de que habían cambiado los ritos para adaptarse a una situación distinta. Yo no busqué ramo, y mi madre me avisó que guardaba unas hojas de una planta en su casa que podía funcionar como “falso olivo”. Fue después de esa celebración que empecé a pensar que tenía que escribir esta experiencia, y a pensar que por primera vez en mi vida llevaba tanto tiempo sin comulgar.

Los días siguientes de la semana son de reflexión, pero no hay celebraciones importantes hasta el Jueves Santo, donde se celebra la Última Cena. En La Plata se celebra el día anterior la Misa Crismal (que normalmente se hace el jueves por la mañana) donde se bendicen los óleos que se van a utilizar todo el año para los bautismos y la unción de los enfermos. Esta celebración también trajo aparejadas dificultades, porque normalmente se realiza con todos los sacerdotes de la diócesis y con muchos fieles, por lo que tuvo que ser reducida a un grupo de sacerdotes representantes del clero (inclusive no tuvo lugar en la nave central de la Catedral, sino en la capilla que se encuentra detrás del altar). Dado que nunca voy a esa misa, tampoco participé esta vez, pero sí presté atención a cómo iba a resolverse. Lo que sí hice ese día fue asistir a una charla sobre San Juan de la Cruz, como un intento de mantener un cierto clima de recogimiento esos días, entre las noticias del avance de la pandemia y el estar sola en mi casa.

El Jueves Santo es la misa de la Cena del Señor, por lo que se hace al atardecer, incluso cuando, como en el caso de la comunidad a la que yo estaba viendo, las misas sean de ordinario a la mañana. Un momento central en esta celebración es el lavatorio de los pies, donde se elige a doce personas de la comunidad y se recrea el momento en que Jesús lava los pies a sus discípulos como símbolo de humildad y de servicio. En esta ocasión no se realizó, aún cuando en la comunidad en cuestión había doce hombres para hacerlo, como una forma de respetar el distanciamiento social propio de la cuarentena a nivel internacional. La misa culminó con un momento de adoración al Santísimo, remitiendo a la oración de Jesús en el huerto antes de ser capturado para ser juzgado. En este caso sí se mantuvo la tradición de trasladarse a una sala contigua a la capilla en la que se estaba realizando al celebración, y se preparó un monumento para que permanecieran las hostias consagradas para consumir al día siguiente. En este momento también me hizo falta la materialidad del “estar ahí”, y lamenté que la transmisión se mantuvo solo unos minutos luego de terminar la misa, acortando el tiempo de adoración al Santísimo, que el Jueves Santo suele extenderse hasta media noche.

El Viernes Santo es el día de la muerte de Jesús, y es para mí uno de los más impactantes a nivel litúrgico, porque se despoja totalmente de símbolos religiosos el templo y el altar, en signo de duelo, a la vez que es el único día en el año litúrgico que no se celebra la misa, símbolo de que Dios ha muerto. La comunión se hace con las hostias consagradas el día anterior, y no debe dejarse ninguna, de forma que entre el viernes por la tarde y sábado a la noche no haya ninguna presencia física del cuerpo de Cristo. Normalmente se reza el Vía Crucis por la mañana; y a la tarde, entre las tres y las cinco, se realiza la Adoración de la Cruz, donde se conmemora la muerte de Jesús y se besa una imagen del crucificado. Allí también se realiza la oración universal, donde se reza por toda la humanidad (en este punto es donde se reemplazó durante el papado de Juan Pablo II la oración que marcaba a los judíos como asesinos de Jesús para reconocerlos como “hermanos mayores” en la fe). En este día me sucedieron dos cosas atípicas. Por un lado la conexión a internet de la comunidad falló varias veces, haciendo que el Vía Crucis fuera bastante salteado, lo que me distrajo e hizo difícil seguir todo el proceso. Por otro, la adoración de la Cruz fue a las seis de la tarde (porque estaba siguiendo la transmisión de Colombia que tiene dos horas menos, o sea que para ellos era a las cuatro), y yo tenía pilates por videollamada a las siete. Para no perder la clase tomé la decisión de pausar el rito (que se había extendido más de lo que esperaba), ir a la clase y después volver a ver el resto de la ceremonia. Este corte, impensado si se hubiera producido en la materialidad, me hizo reflexionar sobre lo que implica el “estar ahí” en los ritos religiosos; y en las formas de bienestar físico y espiritual, porque en ese momento prioricé el bienestar físico (mediante el ejercicio) que el que supone el espiritual, en un contexto donde ya no había podido experimentar correctamente una parte de ese proceso espiritual en el Vía Crucis por la mañana. El hecho de terminar de verlo después (y particularmente una parte de la celebración que para mí es importante) por un lado fue extraño, porque perdí la sensación de estar viéndolo “en vivo”, pero también me permitió llegar a un nivel de recogimiento que no había logrado en el resto del día.

Finalmente, el sábado tiene lugar la Vigilia Pascual, una celebración extensa, pero llena de símbolos que permiten al fiel experimentar el paso de la muerte a la vida. Se inicia con la bendición del fuego para encender el cirio pascual, una gran velón que se prenderá nuevamente durante el tiempo de Pascua, y los días en que se celebran bautismos durante el año. Esto lo hicieron en un pequeño fuego a las afueras de la capilla. Con ese fuego se enciende el cirio y velas que los fieles tienen, señal de la luz de la resurrección. En mi caso fue una pequeña velita de noche, que reemplazó a las velas que se suelen usar para esas fiestas. Luego se bendice el agua, y se rocía a los fieles, lo que se hizo a la comunidad que estaba allí.

La liturgia de la Palabra en este caso es extensa, porque se leen siete lecturas con sus salmos, que van recorriendo la historia de la Salvación desde el Antiguo Testamento hasta el Nuevo. En esta parte fue más llevadera para mí en esta versión virtual que lo que suele serlo en lo presencial, si bien lo que sí me costó mucho seguir fue la homilía (prédica del sacerdote después de las lecturas), que se hizo muy extensa para un público que estaba viéndolo por streaming. Aquí sí la distracción de no estar en un templo, y algunos problemas de conectividad, hicieron difícil seguir esa parte de la celebración. Luego siguió la liturgia de la Eucaristía, donde nuevamente sentí la necesidad de poder comulgar, en ese día que es para mí el más importante del año litúrgico, y donde la comunión es también el climax de toda una semana de recogimiento y vida comunitaria. Una vez terminada la misa los frailes y los sacerdotes cantaron y festejaron, dejando en este caso sí la transmisión bastante tiempo más que el final de la celebración, contagiando algo de la alegría que supone para los cristianos esta fiesta y que se había visto mediada por la dificultad de la falta de presencia física.

En conclusión, este relato en primera persona y sin mucho andamiaje teórico, tiene la intención de presentar algo de cómo se vive la vida de fe en la experiencia de la virtualidad. El encierro hace que nuestra casa sea a la vez iglesia, gimnasio, oficina, bar para tomar un café o una cerveza con amigos, borrando las fronteras entre lo privado y lo público, tanto en términos de espacialidad como de temporalidad. La materialidad de lo religioso se ve impedida, y el aura que rodea a lo sacro se mediatiza por una pantalla.

El hecho de la soledad podría llevarnos a una mayor introspección, meditación o individualización de la creencia, pero al mismo tiempo las religiones que tienen un fuerte anclaje en lo comunitario buscan formas de seguir tendiendo esos lazos, lo que en nuestro país se hizo en mayor medida de una forma que respete las indicaciones estatales y sanitarias. Quizás esto es posible por la forma en que, como indicó Frigerio (2007) conviven modernidad y catolicismo en nuestra sociedad, de forma tal que salvo algunos sectores reaccionarios las múltiples formas del creer pudieron funcionar en medio de la virtualidad.
Sin embargo, como fiel de una religión puedo decir que más allá de las medidas institucionales, las formas del creer mutan ante la falta del momento comunitario, y sobre todo de la materialidad de lo sagrado. Sin lugar a dudas el fin del aislamiento traerá desafíos tanto para las formas en las que se cree como para las instituciones, que deberán volver a atraer a sus fieles a la materialidad de las prácticas rituales, allí donde además de creencia se crea comunidad.

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María Pilar García Bossio

María Pilar García Bossio

María Pilar García Bossio es Becaria doctoral del CONICET con sede en el Instituto de Investigaciones de la Facultad de Ciencias Sociales (IICS) de la UCA, Se encuentra realizando el Doctorado en Ciencias Sociales en la UBA e investiga las relaciones entre Estado y religiones en la Provincia de Buenos Aires.
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