Visiones de Iemanjá (2)

Manuela Rodriguez

“Retrospectiva de una relación con Iemanjá”
Por Manuela Rodriguez

Un círculo, muchas mujeres, un espacio cerrado, piso de madera, suena una canción, cantamos. Movimientos circulares, ondas de mar, desplazamientos lentos, suaves, profundos. Pañuelos azules y blancos nos envuelven. Danzamos. Me encuentro en otra ciudad, la capital de mi país, con mujeres desconocidas, compartiendo una imagen, una idea, una historia, un saber: Iemanjá, el mar, la madre, el útero, las olas, la inmensidad.

Ella fue mi puerta de ingreso, hace más de diez años, cuando me encontraba yo buceando en plena juventud un océano urbano descontrolado, poco amigable y bastante desierto de buenas oportunidades. Ella fue el primer cifrado de un código que hasta ese momento desconocía por completo y que me abría la posibilidad de entender el mundo y a mí misma de otra forma. Ese código incluía y relacionaba imágenes, sonidos, movimientos, sensaciones, recuerdos, fantasías, prácticas y saberes concretos. Fue la oportunidad de aunar, en una experiencia altamente corporizada y reflexiva, un todo múltiple y multiplicador que se proyectaba al infinito.

Fue, además, mi destino. Iemanjá se convirtió en un signo y también en una compañera que por momentos rechacé e ignoré. Sin embargo, su insistente presencia se impuso; es que su fuerza de voluntad, su incansable repetir, ir y volver, orada cualquier piedra. Para ese entonces yo ya era antropóloga, además de bailarina, y me había acercado al mundo afroamericano con una pregunta precisa: ¿qué tienen estos saberes que tanto me desestabilizan? Durante varios años ella, y todo su mundo, fue una incógnita, un saber paralelo que mostraba señales: hablaba en la gente que conocía, que entrevistaba para mis estudios, se dejaba ver en atuendos, collares, guiños durante las charlas, formas de nombrar las cosas y de referirse al otro y a sí mismo. “Yo necesito siempre aprender, moverme, soy como una paloma, claro, es que soy hija de Oxalá”, sentenciaban. Fue la versatilidad de su presencia y, poco a poco, mi capacidad de percibir sus signos y entender alguna de sus señales, lo que hizo que fuera ingresando en su seno, con menos resistencia y más placer, incluso bajo la necesidad de cobijo.

La primera vez que una Mae de santo, en Bahía, me hizo un registro de buzios me advirtió que era hija de Iemanja y de Oxala. Desconfié, ¿yo, hija de Iemanjá? No podía ser. Por esos años yo no tenía nada de maternal; me identificaba, en cambio, y obviamente, con la guerrera Iansá: ella era tan bella, ágil, aguerrida, tenía claro sus objetivos, se enfrentaba a todo, su empuje no tenía igual. Ella era el viento. Y mi danza se llevaba bien con el aire, no con el agua, se sentía mucho más liviana que pesada, y sabía desplazarme por el espacio con velocidad, pero no girar.

Iemanjá en Quilmes - 2013 (Foto: Darío La Vega)Luego de esa visita al templo, volví enojada, confusa. Esto no era lo que me habían contado, algo estaba mal. ¿Hija de Iemanjá? No podía ser yo esa imagen que me había hecho de ella. Con el tiempo fui comprendiendo que los códigos, cuando pasan de un ámbito social al otro –como por ejemplo del religioso al artístico, o de Brasil a Argentina–, cambian, se adaptan a su nuevo contexto, cumplen otras funciones. Iemanjá se había lavado en ese pasaje, de forma simplificada me había llegado una diosa del mar con los senos gigantes, por sobre todas las cosas maternal e inmensa en su generosidad. Pero la que luego conocí, la del mundo de las religiones afrobrasileñas, no tenía mucho de dulce madre. Su legado era más oscuro y contradictorio, y podía ser generosa, pero también profundamente envidiosa, con capacidad de adoptar y cuidar de hijos propios y ajenos, pero también de explusarlos. Podía ser las suaves olas del mar, o las turbulentas tormentas oceánicas, que destruyen todo. En especial, los fieles religiosos me enseñaron que las cosas nunca son simples y claras, que no tienen un solo sentido, y que la forma de concebir el mundo, a los otros y a sí mismo dista de ser unilateral. Que hace falta mucha, mucha experiencia para poder encausar un destino, para llevarlo a buen puerto. Y que las guías acompañan, enseñan y delimitan caminos, pero no cierran puerta. Que hay que saber combinar elecciones, deseos y oportunidades, y, por sobre todas las cosas, tener un buen jefe espiritual, que sepa leer esa red de sentidos, para realmente aclarar un panorama y avanzar.

Iemanjá combinó los mundos, para mí y para muchos otros. No es casual que haya sido ella, del panteón de Orixás que viajaron hacia el nuevo continente, quien más extendió sus redes. Tal vez por ser agua inmensa y maternidad cruda, profunda, es que supo vincular el placer con el miedo, los lugares más lejanos, los amores y los deseos más escabrosos. El arte y la ciencia. Los pobres y los ricos. Uruguay, Brasil, Argentina, y más allá.

Ella logra reunir profundos creyentes con viejos ateos, devotos y curiosos; proyecta el deseo de conocedores y de improvisados. Ella fue quien medió mis conocimientos de la religión más allá de la estética y el encanto, algo idealizado y exótico, de la danza de Orixás. Pero fue también quien demarcó las aguas entre experiencias religiosas propias y ajenas, americanas y africanas. Fue quien señaló la diferencia entre una fecha mestiza, el 2 de febrero, incorporada en el calendario de una religión nacida en suelo americano, y una Iemanjá que no tiene fecha, que es energía, naturaleza, y que vive más allá y más acá de delimitaciones cronológicas humanas. “Esa es la confusión, quienes festejan el 2 de febrero no están hablando de Iemanjá Orixá, sino de Iemanjá Cabocla” me sentenció un día una Mae de santo, dejando nuevamente en claro que no hay verdades absolutas y sí una disputa constante por las formas y los contenidos.

No puedo más que estarle infinitamente agradecida. De su mano fui otra, o la misma, desde otro ángulo, bajo nuevas percepciones. El agradecimiento es inmenso, como ella, y está basado en la fe. En la creencia plena de su existencia, en la evidencia que se impone como sonrisa cada vez que la veo. Hoy es imposible dejar de registrarla, en el movimiento de sus aguas y en las polleras de sus mujeres. Hay una complicidad entre nosotras, porque ella sabe que fueron sus aguas las que me sumergieron en un saber nuevo, amplio, generoso. Es inevitable dejar de saludarla, pasar frente a ella y reconocerle su eterna capacidad de alojarnos, de forma turbulenta, en otra perspectiva.

Por eso, por tu apertura, te estaré por siempre agradecida.

  • Manuela Rodriguez nació en Rosario, Santa Fe. Es antropóloga y bailarina, y ha desarrollado estudios sobre la cultura afroamericana en el Río de la Plata. Desde la antropología del cuerpo y los estudios de performance ha interconectado perspectivas de clase, género/sexualidad y raza, con danza y ritual.
    Mail: manuela.guez@gmail.com
    Web: www.antropologiadelcuerpo.com

 

Iyá Peggie Ti Yemojá, Iyanifá ‘Fawunmi Odumola Sowunmi

Iyá Peggie Ti Yemojá, Iyanifá ‘Fawunmi Odumola Sowunmi

“Prueba de fe”
Por Iyá Peggie Ti Yemojá, Iyanifá ‘Fawunmi Odumola Sowunmi

Hace unos años, pasando mis vacaciones en Brasil, fuimos a Angra Dos Reis en una excursión junto a familiares y una Hija de Religión. Como es hábito en quienes profesamos nuestra fe en los Òrìsàs, nunca dejamos de llevar ofrendas o presentes cuando entramos en alguno de sus dominios naturales. En aquella oportunidad, llevamos un collar de amatistas, perfumes y frutas para agradar a Yemojá cuando el barco que recorría las islas estuviese en aguas profundas. Muy discretamente, buscamos una ubicación lejos del bullicioso grupo de turistas que disfrutaban del viaje en las aguas azul-verdosas del Atlántico, cantando y bailando mientras degustaban “melancía” (sandía) y otras frutas tropicales. Nos arrimamos a la baranda de la popa del barco y comenzamos a cantarle a Yemojá mientras, suavemente, entregábamos los presentes de agradecimiento y pedidos de bendiciones para todos/as nuestros afectos. De pronto, algo inesperado ocurrió al caer el último elemento propiciatorio. ¡Una sirena emergió del mar! Su cuerpo nadaba al lado del barco. Brazo derecho extendido, medio rostro humano izquierdo bien visible, su mama izquierda y cabellos larguísimos de algas marinas que terminaban en una cola de pez seguida de cientos de peces de variados colores que se hundieron en el mar siguiéndola mientras desaparecía de la superficie. ¿La viste, pregunté a Mae Dora de Osun? Al mismo tiempo ella preguntaba ¿La Vió Mae? El llanto emocionado reemplazó a las palabras.

Iemanjá en Mar del Plata - 2014 (Foto: Alejandro Frigerio)Fue un instante. Una respuesta. Una prueba de fe suficientemente concreta como para no dudar que Yemojá (Yé Yé Omo Ejá, “Madre de los peces”) ¡EXISTE y SE MANIFIESTA! Sirva esta experiencia real para quienes ofrendan en sus benditas aguas. Siempre con fe y esperanza que sus pedidos sean recibidos. Por más humilde que sea la ofrenda, es la fe y el merecimiento lo que hacen posible la mejor respuesta de la Madre de la Humanidad, sin la cual no podríamos sobrevivir en este planeta azul. Azul como sus aguas en las cuales se escurren los ríos que riegan la tierra para proveernos de alimentos, hidratar nuestros cuerpos humanos y el de todas las especies animales y vegetales.

Es mi Elèèdá, quien acompaña mi Òri, Mi Destino. Mi Madre Espiritual, la que marca mi carácter resistente a los embates de la vida. Todas las Òmos Yemojá no somos iguales aunque su arquetipo detalle un sinfín de características significativas. Algunas son comunes a todas, y otras dependen de la combinación con otros Òrìsàs que componen su esencia. Mi Madre me dio la suerte de estar siempre rodeada de gente, a pesar de ser muy exigente en el ejercicio de la práctica religiosa y de las conductas que deben tener quienes me rodean. Soy indulgente ante los errores ajenos, tratando de comprender durante el tiempo que puedo ayudar a cambiar actitudes perjudiciales. Estricta y recta cuando ya no puedo aportar más nada ante la cronicidad de conductas que no se condicen con los valores que sostengo como eje de vida. Honestidad, superación, solidaridad, amor al prójimo, esfuerzo y sacrificio para obtener objetivos perdurables en sus vidas y también en la de quienes la acompañan. Valores de toda Mujer–Madre, agentes de cambios conductuales. No siempre se puede, hay que aceptarlo y comprenderlo con resignación. Solo Orunmìla me ayuda a comprender mi destino, moderar mi carácter y seguir aprendiendo lo que tenga que aprender bajo la protección de quien ¡Es todo para mi! Yé, Yé, Yemojá. Madre de las Aguas. ¡Bendíce a la humanidad, hoy y siempre!

  • Iyá Peggie Ti Yemojá, Iyanifá ‘Fawunmi Odumola Sowunmi, es Directora de la Asociación Religiosa Omió Babá.

 

Viviana Nohémi Rodríguez

Viviana Nohémi Rodríguez

“Iemanjá: el agua que me contiene”
Por Viviana Nohémi Rodríguez

Quienes conocen a los Orixás posiblemente hayan sentido amor a primera vista por algunos de ellos pero hayan tenido que meditar más sobre otras energías que por algún motivo, no le resultaban tan afines, y de este modo, permitirse llegar a entenderlas y sobre todo, escucharlas. Así fue mi caso, pues el primer flechazo en medio del pecho me lo dió Oxossi, y fue a partir de él que comencé a interesarme en los Orixás, en el Candomblé y paralelamente en la recreación de sus danzas.

La conexión con Iemanjá me llevó a vivir un proceso interno muy movilizador, especialmente ríspido y tortuoso en sus comienzos. Fue un gran desafío lograr que durante el aprendizaje de sus danzas, mi interior pudiera dialogar con el cuerpo, llenarlo de contenido, darle un argumento sólido y convincente para mí misma. A la vez, mi excesiva energía que me incitaba a danzas más dinámicas, era un asunto que también me frustraba. La aparente quietud de su danza me causaba una ansiedad que me exigía un esfuerzo extra por ocultarla bajo un manto de contención que sabía a desasosiego.

Tuve que vivir muchas experiencias y danzar cientos de horas antes de comprender y aceptar que esa energía envolvente, contenedora y a la vez expansiva, ora reflexiva, ora intempestiva , era también una parte mía que desconocía y no sabía bien cómo manejar. Fue un aprendizaje largo, de años. Y en este proceso, Iemanjá fue cambiando en mi interior, descubriéndome nuevos aspectos, casi siempre conectados a las diferentes etapas que transito.

Aunque a primera vista, su danza parezca sencilla de aprender y ejecutar – y realmente no presente dificultades técnicas como la de otros orixás de temperamentos más extremos- una dificultad que se presenta a menudo es la de administrar la energía, contenerla y dosificar su entrega. Siendo hijos de Occidente y en especial de un país en el que su imágen se ha sincretizado y mixturado tanto con la de la virgen María, donde los aspectos más mágicos de su arquetipo puro africano permanecen ocultos al gran público, su danza aparentemente se centra en representar el movimiento del mar. Y así, Iemanjá se sube a los más diversos escenarios para bañarse y cubrirse de joyas, nadar, hundirse y emerger como olas, y danzar para pescadores que la veneran. Realmente este simbolismo me parecía bello, atractivo pero todavía incompleto.

Iemanjá en Mar del Plata - 2014 (Foto: Alejandro Frigerio)Y aquí es donde me toca agradecer la introducción teórica que mis maestros -más ceñidos a la técnica- me transmitieran, porque de ese modo, me impulsaron a investigar, y los ojos empezaron a obligarse a ver en lugar de mirar. Escrudiñar los detalles de su danza –sobre todo en el ámbito religioso- me fue dando pistas de un significado más auténtico del rol de Iemanjá en el universo, en el mundo y en nosotros.

Dentro de la comunidad de Candomblé que frecuenté algunos años, conocí Iemanjás muy bellas, siendo las más adustas o severas las que me cautivaron. Me apasioné por las más viejas, alejadas de la imagen sincretizada y “folclórica” que nos acercan los medios. Su esencia negra, mágica y hechicera fue determinante para que mi amor, comprensión y veneración fueran completos.

Cada quien tendrá su manera de conectar e interiorizar lo que este arquetipo tiene para decirnos. Algunos, desde lo religioso, otros desde lo mágico, o desde el arte en cualquiera de sus manifestaciones. El universo me regaló la posibilidad de vivir junto a Iemanjá desde todos esos caminos. Y confieso que el de la danza es el que más me ha abierto los ojos. Transitarlo, fue la mejor herramienta para ver y entender más allá de la belleza y plasticidad de sus coreografías. Para Iemanjá, cada gesto, el uso del espacio y su manera de trasladarse a través de él, como muchos otros aspectos corporales, gestuales y posturales, son el simbolismo de algo mucho más profundo, la manifestación de algunas de las leyes que el universo se propone cumplir muchas veces, a pesar nuestro.

Debo agregar que el aprendizaje de las danzas de los Orixás y especialmente, las de los arquetipos de agua ha logrado equilibrar mi temperamento y pulir mi carácter de sus aristas más vehementes. Su práctica es el mejor ejercicio cotidiano de meditación e introspección.

Fue bailando para Iemanjá y con Iemanjá, el mejor modo de concientizarme, replantearme, descubrirme y entenderme como mujer. Es bailando con otras personas donde logra resplandecer la singularidad en la pluralidad, y somos pequeñas gotas de agua que juntas forman un mar. Un mar de lo más cambiante y variado, pues si algo tiene de fascinante y peligroso es justamente, su capacidad de mutar. Y así Ella nos junta a todos: a quienes les gusta moverse como olas inquietas y refrescantes y a quienes prefieren moverse en las aguas profundas y repletas de tesoros secretos. Y siempre, el plexo solar moviéndose al ritmo del vaivén del mar, pues sin ese latido, Iemanjá no engendra, no vive, no existe. En este camino es que Iemanjá crece dentro mío y yo puedo crecer dentro de Iemanjá.

 

Ifamilore Odumola Sowunmi, Virginia Ti Yèmòjá

Ifamilore Odumola Sowunmi, Virginia Ti Yèmòjá

“Yèmòjá, una madraza por naturaleza”
Por Ifamilore Odumola Sowunmi, Virginia Ti Yèmòjá

Allá por los albores de los 90’, me invitaron a “una fiesta de Ògún en un templo Umbanda”. En esos tiempos, la Umbanda se hacia mas visible. Al entrar al templo, pude observar en el altar varias imágenes de yeso. Recuerdo que entre las que llamaron más mi atención – por tener un tamaño mayor al resto- estaban un Cristo con los brazos extendidos, una Inmaculada Concepción y una Stella Maris. Con el tiempo aprendí que eran representaciones de Òsánlá, Òsún yYèmòjá, respectivamente.

Al poco tiempo decidí ingresar a la religión. El pai-de-santo que me inició me dijo que el Òrìsà regente de mi vida era ella, era aquella imagen celeste de Stella Maris con cabellos largos y negros. Inicialmente no me sentí identificada, pero por algún motivo me puso contenta. De a poco, comencé a mirarla con otros ojos. Paso a paso la fui conociendo,hasta que ese “conocerse” se transformó en amor. Y de pronto todo rondaba alrededor de ella, sobre todo al principio. Veía algo celeste o azul y en seguida pensaba en ofrendárselo a ella. Una tela, un adorno, ropas, accesorios, era inevitable ver algo y no pensar en regalárselo a ella.

Si tuviera que definirla, diría que Yèmòjá es Madre. Una madraza por naturaleza. Es la dueña del útero. Es la que te abraza y te susurra al oído diciendo “acá estoy, con vos”. Es la madre que te arropa en invierno y te refresca en verano. Es la que te brinda toda su paz con tan sólo ver el mar, porque en occidente -a causa del devenir particular que tuvieron Yèmòjá y su hijos en estas tierras- se la asocia al agua salada. Por eso es imposible llegar a cualquier costa y no saludarla, tocar sus aguas. Yèmòjá es mar. Calmo a veces, pero también puede tener olas embravecidas. Es una madre Iemanjá en Quilmes - 2013 (Foto: Darío La Vega)dulce y tierna, pero también es una guerrera que puede empuñar una espada para defender a sus hijos. Yèmòjá es agua cristalina, transparente. Sus grandes senos representan la abundancia y el bienestar para todos. También su símbolo es la luna. Bella, radiante, encantadora. Pero como la luna somos sus hijos: ciclotímicos, cambiantes pero persistentes, inmutables, perpetuos.

“Yeye omo ejá”, madre cuyos hijos son peces. Así somos, así nos manejamos. Como los peces en el agua. Vamos y venimos, sin parar. Activos, celosos y caprichosos.

Hace unos años escuché a la Iyálòrìsà Peggie ti Yèmòjá, quien actualmente es mi Iyá, decir que no tenía forma de representarla, “la imagen es poco, el mar es poco, el barco es poco. Mi madre es muy grande”. Así lo sentí y así es como lo siento ahora. Yèmòjá es nuestra gran madre.

  • Ifamilore Odumola Sowunmi, Virginia Ti Yèmòjá, del Ilé Asé Oyá wa njo (La Plata, Argentina).
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Dario La Vega

Dario La Vega

Darío La Vega es estudiante de Antropología Social y Cultural en la Universidad Nacional de San Martín y fotógrafo.
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