Desvaticanizar la Iglesia
por Pablo Semán (UNSAM/CONICET)
La misión de Francisco estuvo en la zona de lo imposible: debió enfrentar un proceso en el que el catolicismo perdía gravitación histórica mientras era cuestionado tanto por diversas vetas de la cultura secular, como por la expansión de otros grupos religiosos en áreas de nueva y vieja evangelización católica.
Jorge Bergoglio era consciente del esclerosamiento del catolicismo, que también es el clericalismo de la religión romana centralizada y vertical que pretendían blindar sus predecesores, especialmente Wojtyla y, sobre todo, Ratzinger. Hasta el papado de Francisco al catolicismo le fue imposible asumir las agendas de autonomía subjetiva que crecieron a partir de la segunda mitad del siglo 20. Pero también le resultó difícil competir por los pueblos contra la máquina nomádica de la religión evangélica que avanza —pese a lo que todos sus contradictores creen— sin plan centralizado y sin más propuesta que la interpretación libre de los evangelios. El catolicismo enfrentó la modernidad y sus conflictos, de clase y de sujeto, como cuestiones teóricas a partir de la visión de hombres que se pretendían desencarnados. Y en parte lo eran: los sacerdotes, y en especial los Papas, no tenían familia ni trabajo y seguro estaban en paz con la idea de su inmortalidad. Francisco no era ajeno a esa situación pero era consciente de sus determinaciones.
En ese contexto, el papado de Francisco intentó ser una práctica transformadora más que una reforma total del dogma. Que la Iglesia Católica no sea solo los sacerdotes, que los sacerdotes estén más conectados con la realidad de sus comunidades. El caminar juntos que le propuso a través de la sinodalidad a la Iglesia para reflexionar sobre su misión no era un cambio desde arriba como el que teóricamente surgiría de un concilio: era más “moderado”, pero al mismo tiempo más profundo. Sobre los más diversos puntos, en distintos momentos, el Papa dio indicaciones que fueron discutidas, pero dejan los sedimentos de una transformación en curso. En el arco que va de su ya famoso “quién soy yo para juzgar” a su encuentro con los jóvenes donde amonesta la cerrazón de la Iglesia a la diversidad, de sus encíclicas sobre la fe, la fraternidad universal y la ecología a las disposiciones sobre la participación de los laicos y las mujeres en el culto y en la vida del Catolicismo o sus intervenciones sobre los conflictos internacionales, está la siembra de un planteo de cambio que ya trajo frutos.
La tarea de Francisco consistió en cuestionar el carácter romano y específicamente vaticano de la Iglesia Católica para que pueda ser lo más universal posible. Es una tarea dificilísima porque a pesar de las simpatías que desató entre progresistas no católicos —ampliando parcialmente la relevancia del catolicismo para la vida pública de algunos países—, causó reacciones negativas en el mundo católico y, a veces, indiferencia en los mundos populares donde el sentimiento religioso muchas veces pasaba por otras agendas y por otros nudos.
Esto vale específicamente para que los progresistas que repudiaron a Francisco el día de su nominación como Papa y hoy practican una proximidad sincera —aunque en muchas ocasiones sea cosplay de catolicismo— hagan un proceso de reflexión: los valores del papado están en la dimensión específicamente religiosa, en la dinámica del catolicismo, donde lo que importa no es exclusivamente el posicionamiento del papa frente a la disputa entre conservadores y progresistas en Europa o en América Latina. Aunque en esta dirección Francisco tomó una diagonal que muchos no esperaban: actualizó y fortaleció los lazos entre cristianismo y humanismo de forma tal que una parte de los logros de su papado fue devolverle repercusión y consistencia a una Iglesia que venía de padecer la erosión de su imagen por todo tipo de escándalos.
El habitante de Santa Marta sabía que se enfrentaba a un clero que se iba a refugiar en la tradición para boicotearlo. También sabía que se enfrentaría a una oposición de élites que encuentran en el cristianismo un obstáculo para sus proyectos de guerra y acumulación. Y creo que reconocía que la experiencia religiosa popular le quedaba cada vez más lejos al catolicismo (si entendemos por popular el pueblo realmente existente y no el pueblo imaginado por el plebeyismo sin pueblo).
En una entrevista que dió al inicio de su papado frente a Antonio Spadaro, intelectual jesuita y director de la revista Cívitas, Francisco confesó su predilección por Michel de Certeau (jesuita, etnólogo, historiador, lingüista y practicante del psicoanálisis), uno de los más importantes analistas culturales del siglo 20. Francisco se inspiraba en la figura de De Certeau, que a su vez se inspiraba en la del fundador de la orden jesuita en su relación de distancias y amores cada vez más intensos respecto de Dios, la Iglesia y el propio papado.
Y de la misma manera que el fundador de la orden y que el intelectual francés, Francisco entendía que lo importante no eran los espacios de poder, sino los procesos que podían sacudir las murallas para dar lugar a una renovación de los sujetos y los repertorios. En esa entrevista definió su papel en la historia de la Iglesia Católica: disparar procesos sin detenerse en especulaciones sobre hasta dónde llegaría el impulso. Lo hizo promoviendo el lío y haciéndose par de sacerdotes cuya vida conocía muy profundamente en sus dramas y vicisitudes. El impulso de Francisco era como el de San Ignacio de Loyola, el impulso del caminante herido movilizado por una falta y dispuesto a ser atravesado por algo más grande que él. Una tarea infinita a la que se entregó para poder pasar la posta de un proceso cuyo sentido no podemos determinar todavía.
Mal haríamos en hacer un balance en términos de las categorías más inmediatas con las que se quiere establecer el significado de su obra: hay que salir del argentino-centrismo y del progre-centrismo para poder entender el sentido más profundo del proceso iniciado por Francisco. La Iglesia Católica es apostólica y romana. Y esos términos no son gratuitos ni inocuos. Lo más profundo de su legado está en la tentativa de desvaticanizar la Iglesia, de hacerla menos romana y más llena de humanos y ciudadanos. Una Iglesia de pastores (que sólo por ser pastores podrán tener olor a oveja).
Todavía no podemos saber hasta dónde puede llegar la dinámica iniciada por Francisco porque eso es lo propio del tiempo, que para Francisco y para San Ignacio de Loyola era el ámbito de manifestación del Espíritu Santo. Hay que ver entonces el registro específico de la intervención de Francisco (y no el de Bergoglio): el de la tentativa de liberar al Espíritu Santo de su cárcel romana. Como me lo hizo observar Néstor Borri, Francisco no falleció el domingo de resurrección sino un lunes cuya fecha coincide con la fundación de Roma. Si su tentativa toca profundo en la vida del catolicismo, su obra habrá sido un éxito. Y si hay algún grado de éxito, su humanismo habrá triunfado por consecuencia y por añadidura.
Este texto fue publicado originalmente en la revista Anfibia.
Lo que se cifra en el nombre
por Gustavo Morello (SJ, Boston College)
Sólo Dios puede saber/ La laya fiel de aquel hombre./ Señores, yo estoy cantando/ Lo que se cifra en el nombre.
Jorge Luis Borges.
Desde su toma de posesión, el papa Francisco se ha centrado en recordar la doctrina social católica, destacando aspectos que creía que eran particularmente relevantes en este momento histórico.
A diferencia de otros papas que enfatizaron la moralidad personal o la ortodoxia dogmática, Bergoglio destacó lo que, parafraseando a Borges, “se cifra en el nombre”.
El Francisco original, el santo de Asís, es ampliamente reconocido por su compromiso con la vida sencilla, la promoción de la paz, el cuidado de la naturaleza y el desafío al clero de su tiempo. En mi opinión, los énfasis clave del Papa argentino.
La forma más común de analizar el pontificado de Francisco ha sido enmarcar sus declaraciones en la dicotomía “progresista-conservador”. Muchos de los que escribieron sobre su pontificado lo han ubicado en el lado “progresista” del espectro político.
El problema principal es que “conservador” o “progresista” son categorías que no reflejan adecuadamente la tensión esencial en la política actual: pueblo versus élites.
¿Elon Musk, que hizo que los autos eléctricos ecológicos fueran geniales y es un cruzado antiburocracia, es progresista o conservador? ¿El secuestro y asesinato de ciudadanos israelíes, o la aniquilación de la población palestina en Gaza y Cisjordania, es una causa progresista o conservadora? ¿La guerra en Ucrania progresista o conservadora?
El mandato de Francisco puso de relieve una tensión diferente. Esta tensión, pueblo o élites, puede ayudar a interpretar políticamente su discurso. Las elites globales descuidan al pueblo, lo que amenaza al mundo tal como lo conocemos.
Un hombre del pueblo
Desde el principio, una nota de su papado habían sido los baños de masas que parecieron rejuvenecer a Francisco. Cuentan que nada más ser elegido Papa, momentos antes de su saludo desde el balcón, rechazó las pomposas vestiduras litúrgicas y, como ya hemos visto en la TV, salió a la plaza no a dar la bendición sino a pedir al pueblo que lo bendijera. No se trataba sólo de estilo.
En sus respuestas a problemas morales, como la situación de las personas gays y los divorciados, Francisco enfatizó actitudes pastorales de cercanía a la gente concreta en lugar de enfrascarse en una polémica con las elites teológicas conservadoras o progresistas. Sus discursos al clero han insistido en no separarse del pueblo ni aspirar a cargos.
Sus últimas energías fueron empleadas en concluir un sínodo sobre una forma más colegial de gobernar la iglesia. Sus encíclicas sobre ecología enmarcan el problema del cambio climático no como una causa de la ‘vanguardia’ ecologista sino como un derecho vital de los pobres.
Su inclusión de mujeres en roles críticos en el Vaticano, sin cambiar la doctrina, se puede ver de manera similar. No se involucró en una guerra cultural; simplemente hizo los nombramientos.
No se trató de demagogia facilonga. Siempre ha sido astuto en el poder, supo cómo funcionaba. Y supo manejarlo. Un ejercicio que, entiendo, se basó en un profundo respeto por el papel del pueblo en la vida política y social, la confianza en que, a través de los éxitos y los errores, el pueblo construye su destino.
Consecuencias políticas
Más allá de las intenciones pastorales y religiosas del Papa, por supuesto, esas acciones a menudo fueron interpretadas políticamente. Y lo fueron. Su agenda pastoral, clásica, tuvo consecuencias políticas independientes de las intenciones de Bergoglio.
Muchos lo vieron como un líder global antisistema. Esto es cierto. En sus discursos y escritos sobre la paz (social, política y religiosa), los pobres, la reforma eclesiástica y la protección del medio ambiente, Francisco ha criticado al capitalismo, a los gobiernos poderosos, a los monopolios de la prensa y a los empresarios que pagan salarios de hambre. Esto demostraría que Francisco era un papa “progresista” que criticaba el sistema neoliberal.
Sin embargo, aunque esta afirmación resuena con la agenda progresista, también puede verse como una crítica a la izquierda global.
Al asumir el papel de referente mundial “progresista”, ha puesto de relieve las limitaciones de la izquierda, que aún no ha sido capaz de generar alternativas políticas viables y ha encontrado en la Santa Sede, ¡en la cabeza de la Iglesia católica!, no solo un aliado sino también un líder querido al que seguir y citar.
Sin duda, su papel principal siempre ha sido religioso. El pastor que buscó ayudar a la persona común que tenía frente a él y predicó un evangelio de esperanza, algo que seguimos necesitando.
Este texto fue publicado originalmente en el diario La Voz.
Mi experiencia con la imagen del Papa
por Miguel Mansilla (Universidad Arturo Pratt, Chile)
Recuerdo cuando el Papa Pablo II fue a Puerto Montt en 1987, yo tenía 17 años; éramos pescadores artesanales y viajamos desde la Isla Maillen a la ensenada de Puerto Montt con un tío en un bote a remo y nos demoramos unas 2 horas a remando. Pero, queríamos estar ahí, aunque sea desde la distancia y la invisibilidad. Hoy no haría un viaje así, excepto que me ofrecieran una beca de investigación de año sabático. Era una época en que el Papa representaba la esperanza y la luz en medio de la oscura y miserable dictadura de Pinochet, pese a ser un pontífice prodictadura. Pero también, hay que entender a Juan Pablo II, un Papa de su tiempo nacido en crecido en una Polonia asediada por el comunismo soviético. Una Polonia siempre nacionalista, pensando por ejemplo en Marie Curie. Así, que apolíticamente admiré al Papa, con toda su pompa cardenalicia.
Sin embargo, cuando me convertí al pentecostalismo de pronto toda esa admiración que sentía por el Papa, se vino abajo. El pentecostalismo me enseñó que la Iglesia Católica era la Gran Ramera y el Papa el Anticristo y los curas no eran nada más esbirros del anticristo. Luego al estudiar sociología, con una malla de sociología de teoría crítica y teorías de la secularización, me ayudaron a entender, además, que las campañas evangelísticas que Dios le había revelado a Erikson en Chile y Tommy Hicks en Argentina, también se lo había revelado al Marcartismo y Braden; evangelistas y embajadores de la guerra fría. Así que religión y política iban muy de la mano. Por el contrario, la Teología de Liberación había sido más peligrosas para Estados Unidos y Roma, que Billy Graham, Yiye Avila y Juan Pablo Segundo.
Luego el papa Benedicto XVI, un Papa académico e intelectual (dominaba 10 idiomas), muy de la mano con la Europa de las Universidades que, con la Iglesia Católica, alejado de toda la festividad y la masividad que habitúa el catolicismo. Sin embargo, el Papa Francisco es otra realidad. Par mí es un Papa que pude ver ya distanciado de la militancia pentecostal, pero siendo pentecostal y además, lo vi pasar de lejos cuando estuvo en Iquique. Ya, no tenía ganas de caminar ni “remar” para ir a escucharlo. Lo admiré por ser Jesuita, por ser latinoamericano y también por sus errores y sus limitaciones, ejemplo no ordenar mujeres como sacerdotas (inclusa hasta la palabra sacerdotisa tiene una carga peyorativa). Un Papa que no tenía nada de marxismo ni comunista, como sus enemigos simplones le asignan. En realidad, en Roma no hay espacio para el marxismo, el comunismo ni el socialismo, a lo más para un discurso socialdemócrata y prácticas cercanas al pueblo.
Cada Papa, tiene su tiempo y su historia. Par mi gusto, ojalá ahora fuera elegido un Papa asiáticos (ojalá de Filipina), sería genial, porque expresaría cuál es el nuevo orden político y económico que no tiene nada que ver con la ONU ni la agenda 2030, como lo dice los fake news. No creo que haya un pontífice africano, porque aterraría los apocalipsis del Papa negro.
Debo reconocer que admiro profundamente, sin ser católico, a la Iglesia Católica (transité de la reverencia, al odio y hoy estoy en la admiración), con su estructura religiosa, política, económica y cultural que se mantiene en su diversidad bien diversa. Hay cardenales comunistas, marxistas, socialistas, centros, derechistas y de extrema derecha y no por eso hay cismas como los hay cada año en las iglesias protestantes y pentecostales, en que hoy por hoy hay más “teolocos de face” que creyentes. Eso es admirable, porque recientemente en una denominación pentecostal chilena hubo una purga y expulsaron (aunque se fueron solos) a todos los pastores marxistas y pastoras feministas. Es decir, sin ser cierto lo de marxista y feminista, eliminan la diversidad, la reflexión y la creatividad y por tanto el crecimiento. Creo, quizás desde el sesgo de la memoria de la militancia, lo que el pentecostalismo es para el mundo evangélico, los jesuitas lo son para la Iglesia Católica, su capacidad de construir escuelas y Universidades (aunque la capacidad del pentecostalismo es construir iglesias por doquier): es admirable. Así que mi doble admiración por el Para Francisco por ser latinoamericano y jesuita, y porqué no, por su peronismo.
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