La herencia incómoda de un reformista
por Gustavo Ludueña (UNSAM/CONICET)
El papa Francisco fue tanto un líder como un pastor. Respectivamente, estos roles marcaron su papado en el mundo y en la iglesia; dos territorios separados, pero no autoexcluidos. No es errado pensar en términos de estas categorías, puesto que la iglesia siempre reflexionó sobre el mundo y sobre su verdadero lugar en él. En ambos espacios, Francisco interpretó los papeles de líder y pastor e intentó en todo momento suturarlos sin salir de ninguno de los dos.
El papa tuvo una preeminencia destacada en varios temas candentes de la agenda internacional; este protagonismo se construyó a base del valor de los tópicos en sí mismos –como migración, enfrentamientos bélicos o desigualdad social, entre otros–, como por los posicionamientos que formulaba en torno a ellos. De ahí que ese rol se expresara en intervenciones concretas; en problemas que atravesaron su pontificado como el enfrentamiento entre Rusia y Ucrania, el conflicto en Medio Oriente, el problema de la migración y muchos otros. Desde sus visitas a una cárcel para lavar los pies de los presos, celebrar misa para migrantes o participar de reuniones con líderes mundiales, Francisco mostró su mensaje a través de signos, acciones y palabras. Estas formas de intervención, trasmitidas por los canales oficiales del Vaticano y por otros circuitos mediáticos internacionales, se adecuaron a un lugar que Francisco supo cultivar con un esmero sin igual y con una mirada singular sobre lo humano. Este último aspecto es, en particular, el que manifiesta de forma más fidedigna el rasgo medular de su papado.
Bajo esta modalidad, el papa expresó un humanismo sui generis que toma distancia de posicionamientos teológicos católicos ortodoxos, asumiendo un universalismo no relativista que destaca la naturaleza compartida de lo humano. Esta posición frente a lo humano deja traslucir una noción de persona que se insinúa en las varias intervenciones que desplegó a lo largo de su pontificado. En este sentido, las apariciones en la escena internacional sobresalieron por su lugar como cultor de una perspectiva definida, más que como agente de mediación política. Esta política se manifestó por medio de una estrategia diplomática que instaba a la reflexión profunda sobre el ser humano, sobre las consecuencias de sus acciones y la necesidad de ponderar las vías más convenientes para resolver los problemas que eran de todos. De ahí que la política de Francisco, y en consecuencia de su misión pastoral, se traducía en una mirada contenedora que cobijaba al conjunto en una pluralidad amalgamada en lo humano; era un cultor de la humanidad en su propia diversidad, con atención a sus posiciones y oposiciones, diferencias y similitudes. Si bien esto no le hacía perder de vista los intereses en juego, tampoco olvidaba que en última instancia lo humano prevalece inexorablemente por encima de cualquier distinción. Su perspectiva política era, por esa razón, una política de la trascendencia.
El trabajo de Francisco se desplegó en dos frentes bien diferenciados. Uno es el de procurar una teología del ser humano que se preocupara por la existencia, y focalizara sus dimensiones más medulares, como la familia, la humildad, la ecología, el agua, la paz y la hermandad entre todos los pueblos. Aquí dios sobrevuela esa existencia, naturalmente, pero la preocupación va más por el habitar en sí mismo del ser humano en el mundo de los seres humanos. Laudato Si’ va en esta dirección.
Por otro lado, abrió un frente institucional, más doméstico, orientado a revisar los pliegues neurálgicos de la vida vaticana tales como los gastos y el uso de los recursos, los casos de abuso sexual, el lugar de la mujer, etc. Este frente lidió con el peso de la herencia recibida de una agenda abultada de temas aún por resolver. La reacción proactiva que Francisco mostró a lo largo de su pontificado frente a todos y cada uno de los problemas con los que le tocó luchar, muchos de ellos de larga data, lo hizo descartar en su momento la posibilidad de una abdicación.
En el marco de esa herencia, el papa Francisco enfrentó de manera directa los hechos de abuso sexual. En general, estas situaciones pusieron al Vaticano y a sus jerarquías frente al falso dilema de defender a la iglesia (a través de actos de evasión o lisa y llanamente de ocultamiento) o defender a la feligresía católica, en estos casos encarnada en las personas afectadas. Desde el papado de Juan Pablo II hasta Francisco, pasando por Benedicto XVI, las reacciones hacia los casos de abuso han sido muy diferentes, oscilando desde el ocultamiento y la preservación del secreto, hasta la visibilización y el reconocimiento del problema para evidenciar las acciones canónicas y eventualmente penales a considerar. El abuso, y en especial el de carácter sexual, pone a la iglesia de cara a un problema estructural cuya solución final quizás esté lejos de encontrar. La estrategia de la aceptación del problema, investigación de las denuncias y la correspondiente sanción a los responsables constituye un avance. Sin embargo, estos elementos por sí solos no proporcionan una solución de fondo y, mucho menos, un diagnóstico profundo y verosímil acerca de las causas últimas que alimentan un hecho institucional que puede replicarse en la medida en que su naturaleza sociológica y simbólica permanezca sin conocerse en su totalidad.
Puede decirse que Francisco no solo inauguró una forma de pensar la iglesia y su lugar en el mundo; también abrió el camino a lo que potencialmente puede ser una continuidad a su papado. De ahí que un hipotético Francisco II prosiga con el movimiento hacia una ampliación del espectro de las reformas inauguradas por Francisco y, retomando ese legado, lidere lo que será una profundización de ese proceso. Sin embargo, los tiempos lentos y mesurados de la iglesia siguen el compás de la negociación y del manejo político e institucional del conflicto. Del otro lado, la vereda opuesta está signada por el peligro nunca extinto de la fractura y, en el peor de los casos, del cisma. Dicho de otro modo, una política que tuvo como norte la unión y colaboración de los cristianismos existentes mal haría en contradecirse a sí misma para generar otros nuevos.
No caben dudas del liderazgo de Francisco en la iglesia, así como tampoco de su relevancia en el plano internacional. Sus principales herramientas para jugar en el tablero de la política global siempre han sido su voz y la posibilidad de instalar discursos poderosos que marcaron posiciones. Si bien su imagen pública se mantuvo en niveles relativamente altos a escala global desde su asunción, en América Latina sufrió un declive entre 2013 y 2024. Un aspecto interesante es que esta baja resultó más acentuada para Argentina y Chile que para otras naciones de la región. Por ejemplo, para Brasil, Colombia, México y Perú la curva de descenso de la imagen papal en el período considerado osciló entre 5% y 8%, en tanto que para Argentina y Chile los valores se disparon a 24% y 15% respectivamente. La apropiación local de la figura de Francisco en el juego político de la “grieta” pudo haber sido una de las explicaciones de su descenso en Argentina. Por otro lado, el renombrado caso del sacerdote Fernando Karadima y el posicionamiento que tomó el papa inicialmente para con el obispo Juan Barros pudo haber obrado de igual manera para Chile.
El papa deja un legado importante. Su forma de ejercer el papado y de gestionar las dificultades; la concepción eclesiológica basada en una noción de iglesia inclusiva y diversa; una teología de los pobres que advierte a Dios en los humildes y que hace de la simplicidad y la sencillez una virtud sobre la que imprime su acción episcopal; y una antropología humanista que pone en el centro a la persona, a la naturaleza y a dios, introduciendo una novedosa y potente perspectiva para pensar el mundo y obrar en y sobre él. En adición, Francisco instaló una prédica que, fragmentariamente, dio muestras de un pensamiento iluminado por una teología sui generis de la vida. En esta teología de la vida, que conversa constantemente con la humanidad, la convivencia, la paz y la fraternidad, instaló la idea de un Dios próximo y, sobre todo, conviviente con la persona. Este discurso franciscano -que contiene mucho del Francisco de Jorge Bergoglio y de Francisco de Asís- no se posiciona en el púlpito eclesiástico ni en la cátedra académica sino, tal como lo exhibe su propia persona y experiencia, lo hace en un diálogo estrecho con las rudezas de vida real de todos los días, con sus abismos, dolores, incertidumbres y esperanzas.
A su vez, existen desafíos que pondrán al nuevo responsable de la iglesia frente al monitoreo y manejo de las tensiones estructurales entre cambio y tradicionalismo, las cuales deberán seguir desarrollándose a la sombra de una gestión que procure dar cauce al cambio iniciado por Francisco si así lo decide el próximo cónclave, minimizando la fricción y evitando la fractura. Otro reto vendrá de la mano de la dificultad de hacer escuchar su voz en un mundo en el que el catolicismo gana y al mismo tiempo pierde seguidores en distintas latitudes. No menos significativo, la discusión del lugar de la mujer en la iglesia seguirá estando presente y marcando la agenda eclesiástica. Asimismo, el posicionamiento frente al ecumenismo y el diálogo interreligioso deberá decidir entre seguir transitando el camino iniciado por Francisco en el sentido de la construcción y el intercambio para tornarse verdaderamente efectivo, o la beligerancia inspirada en el enemigo y la propia autovalidación. No menos relevante, la configuración geopolítica global que hoy se esboza y se sostiene sobre nuevas polarizaciones y redes de sociabilidad y colaboración estratégica, dejarán al papado frente a dilemas de orden político, teológico, humano y diplomático.
Hoy, el mundo despide a un líder y la iglesia despide a un pastor. Spes non confundit, versa la bula de convocatoria al Jubileo de la Esperanza 2025 que dejó el papa que se fue: “La esperanza no defrauda”, un mensaje espiritual trascendental para el mundo y para la iglesia que condensa toda una definición de Francisco y su pontificado.
Este texto fue publicado originalmente en Noticias UNSAM.
El último hombre bueno
por Diego Mauro (UNR/CONICET)
Cuando Bergoglio se asomó a la plaza San Pedro, en el 2013, pocos imaginaban que su papado duraría más de una década. Buena parte de los analistas creían que Francisco podría hacer poco por revertir la crisis profunda que atravesaban el papado y la Iglesia desde los últimos años de Juan Pablo II. La multiplicación de los casos de abuso, el descenso de los fieles en América Latina, las filtraciones a la prensa (los Vatileaks) y las sospechas de corrupción en el Banco Vaticano habían puesto al papado de Benedicto XVI contra las cuerdas. Su renuncia fue un grito desesperado, pero también una decisión audaz que permitió el inicio de un proceso reformista. Contra los pronósticos iniciales ese proceso logró posicionar al catolicismo en un lugar relevante frente a los desafíos sociales y políticos del siglo XXI.
En estos doce años Francisco encabezó numerosos cambios. Llevó adelante una actualización de la doctrina social católica atendiendo al “cuidado de la casa común” y denunciando el escandaloso crecimiento de la desigualdad social. Puso en marcha un proceso general de debate y discernimiento sobre la propia Iglesia ―el Sínodo de la Sinodalidad― cuyas conclusiones se alcanzaron en el 2024. En el plano de la política internacional, sus viajes y frecuentes entrevistas contribuyeron a fortalecer al papado como uno de los principales representantes de un “nuevo” humanismo dirigido a moderar el impacto de las derechas radicales en auge en parte de Europa y América.
Sin embargo, el cambio más audaz y desafiante lo propuso en la propia definición de Iglesia. Como atestiguan las resistencias generadas en el ala tradicionalista y en los grupos conservadores, la Iglesia de “puertas abiertas” que defiende Francisco resulta muy difícil de tolerar para estos sectores. El argumento de Francisco es sencillo: a la luz del Evangelio nadie puede cerrarle la puerta a nadie. Esta posición enfurece a los sectores conservadores, que, por el contrario, quisieran hacer de la Iglesia un club exclusivo y amurallado, con pocos accesos e infinidad de acreditaciones y condiciones morales. Una Iglesia siempre presta a levantar el dedo en sentido acusatorio. Desde su perspectiva teológica Francisco subraya que la Iglesia no es algo que Dios necesite. Cristo no la instituye para ser adorado ni para juzgar, sino para ayudar a los hombres y las mujeres a atravesar su vida terrenal, donde empieza el Reino de los Cielos. Como amplía en su última encíclica sobre el culto al Sagrado Corazón, Dilexit nos, para los cristianos el sentido de la vida es el amor. Allí dice: “Hoy todo se compra y se paga […] Sólo nos urge acumular, consumir y distraernos […] El amor de Cristo está fuera de ese engranaje perverso […] Él es capaz de darle corazón a esta tierra y reinventar el amor allí donde pensamos que la capacidad de amar ha muerto definitivamente. La Iglesia también lo necesita, para no reemplazar el amor de Cristo con estructuras caducas, obsesiones de otros tiempos […] fanatismos de todo tipo que terminan ocupando el lugar de ese amor gratuito de Dios que libera, vivifica, alegra el corazón y alimenta las comunidades.”
La palabra clave que mejor resume su visión de la Iglesia ―y en cierto modo todo su papado― es el neologismo creado por él: “Ser Iglesia es misericordiar”.
Misericordiar según Francisco
1.
En el 2018 se hizo viral la conversación entre Francisco y un niño de diez años llamado Emanuel. En el video que circuló ampliamente en las redes sociales Emanuel no se anima a preguntar en público al pontífice. Francisco, entonces, le dice que se acerque y le hable al oído. El niño, titubeante, se acerca y le comenta algo inaudible. En ese momento el clima es distendido. Los colaboradores de Francisco sonríen. A Francisco, por el contrario, se lo ve serio, compungido, sensibilizado por lo que acaba de escuchar. Francisco explica que le ha pedido permiso a Emanuel para contar al resto de los presentes su pregunta. Así, nos enteramos de que el papá del niño ha muerto recientemente y Emanuel quiere saber si está en el cielo a pesar de ser ateo. Teme que Dios no lo deje disfrutar de la vida eterna. Francisco habla despacio, sus palabras y gestos traslucen que entiende el dolor del niño. “Qué bonito que un hijo diga que su papá era bueno”, dice con afecto y da a entender que ese es, ya, en sí mismo, un veredicto casi inapelable para Dios. “Si ese hombre ha sido capaz de tener hijos así, es verdad que era un gran hombre», argumenta. Luego explica que, aunque «no tenía el don de la fe, no era creyente, hizo bautizar a los hijos», le dice a Emanuel: «Quien dice quién va al cielo es Dios» y pregunta al público: “¿Dios abandona a sus hijos cuando son buenos?». El público dice que «no». Francisco les pide que lo griten y luego dice: «Bueno, Emanuel, esta es la respuesta. Dios seguramente estaba orgulloso de tu papá, porque, además, es más fácil que, siendo creyente, se bautice a los hijos que siendo no creyente […] Y seguramente esto a Dios le ha gustado mucho». El mensaje es claro: Dios no abandona a quienes aman y son amados, no importan sus faltas ni lo que digan otros hombres, incluidos los representantes más importantes de la Iglesia. En la ocasión concluye: “Habla con tu papá, reza a tu papá. Gracias Emanuel por tu valentía”.
2.
En 2021, Francisco envió una carta de puño y letra al sacerdote norteamericano James Martin, conocido por su labor pastoral con la comunidad LGBT, fuertemente resistido por los sectores conservadores. En canales de streaming de esa orientación se lo califica directamente de “charlatán”, “hereje”. En la carta, Francisco escribe: «El estilo de Dios tiene tres rasgos: cercanía, compasión y ternura. Esta es la forma en que se acerca a cada uno de nosotros. Pensando en tu trabajo pastoral, veo que continuamente buscás imitar este estilo de Dios. Sos un sacerdote para todos y todas, como Dios es Padre de todos y de todas. Rezo por vos para que sigas así, siendo cercano, compasivo y con mucha ternura». En la carta, además, Francisco señala que también reza por su comunidad. «Rezo por tus fieles” y “por todos aquellos que el Señor ha puesto a tu lado para que los cuides, los protejas y los hagas crecer en el amor de nuestro Señor Jesucristo».»Por favor no te olvides de rezar por mí. Que Jesús te bendiga y la Virgen Santa te cuide», concluye Francisco. Como en la escena anterior, Francisco no repite leyes o normas sino que “discierne” sobre la realidad. La lógica que ensaya no es contable. Su propósito no es colocar en el debe o en el haber los supuestos pecados de la grey, sino recordar el mensaje central de los Evangelios: Dios ama a todos los hombres y mujeres.
3.
Durante ese mismo año 2021, durante la Jornada Mundial de los Pobres, en Asís, Italia, Francisco escuchó varios testimonios de personas en situación de pobreza y marginalidad. Entre ellos, sobresale el testimonio de Sebastián, un joven que después de salir de la cárcel por tráfico de drogas vivió en la calle. Sebastián narra su sufrimiento, su tristeza y desesperación, pero también la esperanza que encontró en el descubrimiento de la fe. Francisco, visiblemente afectado por las palabras del hombre, le estrecha las manos y señala luego que “ya es hora de que los pobres vuelvan a tener la palabra, porque durante demasiado tiempo sus demandas no han sido escuchadas. Es hora de que se abran los ojos para ver el estado de desigualdad en el que viven tantas familias. […] Es hora de volver a escandalizarse ante la realidad de los niños hambrientos, esclavizados, náufragos, víctimas inocentes de todo tipo de violencia. Es hora de que la violencia contra las mujeres se detenga y de que se las respete y no se las trate como mercancías. Es hora de romper el círculo de la indiferencia y descubrir la belleza del encuentro y del diálogo”.
4.
En 2023, luego de una fuerte bronquitis que lo tuvo internado. A la salida del Policlínico Agostino Gemelli en Roma ―el mismo en el que actualmente está convaleciente―, Francisco hizo detener su auto para consolar a una pareja cuya hija había fallecido recientemente. Francisco, todavía visiblemente debilitado, sale del auto lentamente y abraza a la madre, que deja recostar su cabeza en él. También le da la mano al padre de la niña que se acerca algo más dubitativo envuelto en lágrimas. Su rostro transmite un dolor profundo, muy hondo, algo más contenido, tal vez, pero justamente por eso, quizás, absolutamente inconmensurable. El papa se queda con ellos, pregunta el nombre de la niña y reza una oración para luego darles la bendición. ¿Eran los padres católicos? Es probable que sí, entre otras cosas porque el padre le cuenta que en 2019 la niña lo había conocido durante una de las visitas del papa al Casal Bertone, uno de los barrios populares de Roma y destino habitual del pontífice. Francisco en ningún momento pregunta por la fe de los padres, ni siquiera tiene en cuenta la cuestión. Ante el dolor y el sufrimiento, parece decir Francisco, la Iglesia no está para pedir cédulas de identidad ni exigir ningún carnet con la cuota al día.
5.
En 2024, a pesar de su salud deteriorada, Francisco se desplazó el jueves santo a una cárcel en Roma donde desde su silla de ruedas lavó y besó los pies de doce mujeres presas. El gesto supuso romper la tradición ya que, si bien había lavado los pies de musulmanes y mujeres en varias oportunidades, era la primera vez que lo hacía exclusivamente con mujeres. Toda una definición en medio del Sínodo de la Sinodalidad, uno de cuyos grandes temas de debate fue el diaconado femenino. Varias de las mujeres, visiblemente emocionadas, rompen en llanto. Francisco las mira, sonríe, y declara que Dios no se cansa de perdonar y que se puede volver a empezar tantas veces como uno quiera.
Una Iglesia para “todos, todos, todos”
Las imágenes de la Iglesia de puertas abiertas de Francisco se multiplican al infinito. En 2019, por ejemplo, viajó a Canadá donde pidió perdón por el apoyo brindado por la Iglesia a la política de exterminio cultural del Estado canadiense con sus pueblos originarios. Francisco lució incluso un sombrero obsequiado por las comunidades indígenas y participó de una ceremonia interreligiosa. Este gesto, como otros durante sus viajes en América Latina, le valió la acusación de “herejía”, “sacrilegio” y “paganismo”. Francisco evita responder a los ataques, pero explica que, en sintonía con el Concilio Vaticano II, hay diferentes formas de llegar a Dios y subraya que Jesús no pregona el integrismo y la violencia sino la fraternidad y el amor.
Durante 2023, en su visita a Portugal en la Jornada de la juventud dio, probablemente, una de sus definiciones más claras de lo que entiende por Iglesia de puertas abiertas. Allí afirmó sin medias tintas: “Amigos, quisiera ser claro con ustedes, que son alérgicos a la falsedad y a las palabras vacías: en la Iglesia hay espacio para todos, para todos. En la Iglesia ninguno sobra, ninguno está de más, hay espacio para todos. Así como somos. Todos. Y eso, Jesús lo dice claramente cuando manda a los apóstoles a llamar al banquete de ese Señor que lo había preparado. Dice: vayan y traigan a todos: jóvenes y viejos, sanos y enfermos, justos y pecadores. Todos. Todos. Todos. En la Iglesia hay lugar para todos. Padre, pero hoy soy un desgraciado, soy una desgraciada, ¿hay lugar para mí? Hay lugar para todos. […] El Señor no señala con el dedo, sino que abre sus brazos; es curioso, el Señor no sabe hacer eso (señalar con el dedo), sino que hace esto. Nos abraza a todos. Nos lo muestra Jesús en la cruz, que tanto abrió sus brazos para ser crucificado y morir por nosotros. Él nunca cierra la puerta, nunca […] Jesús recibe, Jesús acoge. […] Dios te ama; Dios te llama”.
***
Al interior de la Iglesia las tensiones crecen. Para los grupos tradicionalistas, Francisco es resultado de la expansión del virus modernista. Según el sacerdote norteamericano Charles Murr, Francisco ha exacerbado el relativismo teológico. En la misma sintonía, para el arzobispo emérito de Hong Kong, el cardenal Zen, las cosas son aún más catastróficas. En su opinión, que más de noventa “no obispos” ―entre ellos 34 mujeres― hayan participado del Sínodo demuestra “que el objetivo” del papa “es derrocar la jerarquía de la Iglesia e introducir un sistema democrático”. Para Zen, los cambios que alienta Francisco son “aterradores”: si tiene éxito, desde su perspectiva, supondría el fin del catolicismo. Cardenales como Robert Sarah de Guinea o Raymond Burke de EEUU comparten esta mirada.
Desde la vereda de enfrente, los sectores más progresistas, como los de la vía sinodal alemana, consideran que se ha hecho demasiado poco. Francisco habló mucho y dejó muchos gestos valorables pero no pudo avanzar suficientemente con las reformas necesarias. Para el presidente de la Conferencia Episcopal Alemana, el cardenal Georg Bältzing, Francisco debería acelerar el ritmo de los cambios.
En el medio, teólogos como Víctor Fernández y Emilce Cuda evalúan estas posturas como demasiado extremas y subrayan, por el contrario, la capacidad del papa para fortalecer la cultura de diálogo y apertura dentro de la Iglesia. Para ellos, como para el propio Francisco, esto es más importante que los cambios en concreto que se hayan alcanzado, porque una actitud de escucha y diálogo dentro de la Iglesia, desde abajo hacia arriba, asegura que las reformas continúen debatiéndose en el futuro. Un enfoque que recuerda la interpretación del pontífice sobre el Concilio Vaticano II. En este punto, sus adversarios le dan la razón. Para conservadores como Murr, esta es precisamente la definición más peligrosa de su papado ―mucho más que la de un programa progresista propiamente dicho― porque llena de historia la vida de la Iglesia y la concibe en una dialéctica permanente con el tiempo y la cultura.
Este texto fue publicado originalmente en la revista Anfibia.
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