Celebrando a San La Muerte en Barracas

San La Muerte en su trono por Antonio Alberto Vallejos

por Juan Romero (UNA)

Conocer un nuevo altar de San La Muerte un domingo 15 de Agosto en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, fue una las experiencias más enriquecedoras que tuve. Llegar a la casa de Paulina Fariña en un barrio popular fue todo un acontecimiento personal. El altar, ubicado en un pasaje tenía imágenes de todos los tamaños (donde no faltaban ni el Gauchito Gil ni la Virgen)  y numerosos adornos en honor al «Santito» en su día.

En este día especial para quienes celebran esta devoción estaba un poco desorientado buscando un festividad para participar, por la simpatía personal que tengo por el culto. Con la orientación de Alejandro Frigerio, un gran referente en la temática, me encaminé con mi compañera de vida hacia esta celebración cuya invitación pública circulaba en las redes. Presentía también que en algún momento, si se daba la posibilidad, bailaría alguna piecita de chamamé -algo que disfruto y valoro especialmente debido a mi formación en Folklore.

El tren al que subimos en la estación Ezeiza demoró mucho en llegar por fallas técnicas pero eso sólo acrecentó nuestras expectativas de una bella fiesta. Mirando el mapa me di cuenta que la estación indicada para bajar era Hipolito Yrigoyen. Recordé que tenía una amiga de la vida (Gaby) en el barrio, al comentarle por un mensaje las ganas de conocer el lugar, no dudo en ir a buscarme a la estación para acompañarme. Encaramos a pie por Goncalvez Dias hasta Av. Gral. Iriarte -fueron muchas cuadras, pero se pasaron rápido recordando viejos tiempos.

El día estaba cálido -unos 15 grados aproximadamente- y el sol agregado a la caminata hizo que nos fuéramos despojando de los abrigos que teníamos, tras la salida fría desde Ezeiza. Al llegar al cruce de las calles Iriarte y Luna el panorama barrial cambió casi completamente en relación a lo que veníamos viendo desde la estación. Ya no eran sólo casas propias de un barrio de zona sur de la capital, sino una aglomeración de gente en los laterales de las calles, que recorrían los numerosos puestos -donde se vendía verdura, ropa, zapatillas, bijouterie, productos de limpieza, lencería, comidas paraguayas y bolivianas, entre numerosas otras posibilidades. Hubiéramos querido detenernos y explorar un poco la feria, pero el tránsito nos empujaba hacia adelante. No pude evitar recordar caminatas similares por la feria de mi antiguo barrio, Fiorito.

En este camino pude ver una ermita al Gauchito Gil  y recordatorios de alguna persona fallecida reconocida por la comunidad. No pude hacer hincapié en estos aspectos en ese momento ya que quería llegar con tiempo al lugar, para disfrutar de las celebraciones al Santito.

Llegamos a Iriarte e Iguazú (donde había un jardín maternal), al doblar había un grupo de jóvenes sentados compartiendo una bebida, que nos saludaron. Nuestra caminata continuó tranquilamente por Iguazú, donde consultamos a dos personas que estaban arreglando un auto si íbamos en la dirección correcta. Era evidente la composición pluricultural del barrio por los múltiples locales gastronómicos con comidas típicas de diferentes países limítrofes.

Finalmente llegamos a Osvaldo Cruz e Iguazú, tal como indicaba el flyer que me facilitó Alejandro. La sensación fue deslumbrante, en ese momento estaba tocando un grupo de chamamé, con estilo bien kangy (lento, para bailarlo apretadito), en el pasaje de la manzana 53 de la Villa 21-24, debajo de un pequeño gazebo. Colgando de los techos, un pasacalle en honor al santo, con adornos, guirnaldas de colores cálidos, y mesas a lo largo de la cuadra con personas sentadas y disfrutando el momento.

Me acerqué a una mujer que estaba a la entrada de una capillita, vestida con atuendo de gaucho, con camisa, corralera, y pollera negra.

Soy Paulina, la dueña– me dice. Le agradecí por el recibimiento, me preguntó de donde venia y luego me invitó a conocer el altar del santo. Arriba, sobre la puerta de entrada había tres banderas rojas, y una negra.

Lo primero que noté es que el techo estaba cubierto con anchas y largas telas de color negro y amarillo. A penas al ingresar a la derecha había un San casi de mi estatura, detrás tenía globos muy brillantes, y en las paredes se notaban restos de antiguos murales religiosos. Esta primer imagen que vi, tenía una capa de tela con una guadaña pegada en ella y las manos unidas. Debajo había botellas de whisky y dos bidones de agua de cinco litros reciclados y convertidos en floreros.

Continuando por ese lugar había una mesa grande con una torta (una de ellas de agradecimiento de Dalila, sobre quien hablaré luego) souvenirs, bolsas con obsequios, golosinas -todo con el santo impreso, de diferentes maneras. Al lado una imagen brillante con un santito sentado, tallada en una sola pieza, con billetes de diferentes denominaciones en la parte de la cadera y fémur y a sus pies flores y más botellas de whisky.

Al final, en un rincón, había una gran escultura de madera con los ojos rojos y brillantes (hacia recordar al grito de Munch de 1893). Este Señor de la Paciencia es una obra maravillosa que hace recrear aquellos “orígenes” del culto que alguna vez oí. Debajo de este había una botella de caña, dos de whisky, una de champagne, flores y un mantel con la imagen de San La Muerte y una oración.

Al llegar al altar principal no dudé un segundo en arrodillarme para agradecer al santo. Luego vi que estaba entre dos puertas, con un adorno negro en la mesa. A la derecha habia otra imagen tallada en madera con esos ojos rojos, como abrazando a una persona (mujer). La capa que cubría a esta imagen era blanca con arreglos de cinta raso de un centímetro, que culminaba con un moño en la zona de la tráquea.

La imagen del centro tenía un santo con una corona dorada (no pude observar bien el material), era en una sola pieza tallada (parecería yeso) con una guadaña marrón con flores rojas en el extremo superior, rosas, margaritas en el centro y en los pies un gran ramo de rosas naturales. También había ofrendas de dinero, junto a ella dos copas con un velón negro y blanco junto a dos botellas de whisky y una péqueña imagen en la izquierda. El fondo era de color blanco con unas letras que formaban el «feliz cumple».

A la izquierda había tres estantes con diversas imágenes: en la parte superior la Virgen de Lujan, el Sagrado Corazón, San Cayetano, la Virgen de Caacupé y las de Guadalupe, Fátima, Desatanudos, con otras más pequeñas; en el centro San Antonio, San Pantaleón, San Expedito, San Roque, una manzana, una vela azul y en la parte inferior, en el piso, Iemanjá, una Pomba Gira y un caboclo de umbanda.

En la pared derecha había una pileta como para lavar los platos y al lado un altar con cuatro imágenes del Gauchito gil y una Virgen de Itatí en el centro.

Después de apreciar el altar, salimos de la capilla y Paulina amablemente nos ubicó en una mesa cerca de las parrillas. Me dijo que no se pagaba nada -que todo era en honor al Santo. Fue un grato agasajo con cerdo a la parrilla, ensaladas y bebidas, con una atención amable. Pasado ya el mediodía, llegué a contar unas sesenta personas presentes, pero luego perdí la cuenta de la asistencia porque empezaron a llegar muchas más personas y el lugar se fue llenando. De manera similar a lo que ocurre en otras presentaciones de grupos chamameceros, uno de los cantantes comentaba que entre los presentes había gente de Carmen de Patagones, Moreno, Fiorito, Garnica y muchos otros lugares.

Los músicos en escena eran variados. Se presentó un grupo llamado el Yacaré Cumbiero, con un estilo de música más bien del noroeste pero obviamente tocando también chamamés, esta vez más alegres (se les dice «tarragoceros» en honor al conocido músico Tarrago Ros). En ese momento salimos a bailar a la pista -un pasillo en medio de las mesas, que no dejaba que las parejas hicieran una vuelta como se hace en los grandes bailes, pero había que adaptarse al espacio y divertirse y a la vez honrar al Santo. En una pausa ingresaron Mariachis que cantaron canciones clásicas del folklore mexicano, y en el momento de los corridos, algunas parejas se enlazaron para compartir el momento.

En una pausa, me acerqué a hablar con una señora de nombre Dalila, amiga de la dueña. Con ella había tenido contacto por las redes cuando Adrian, un colega mexicano, viajó con su grupo al santuario de San La Muerte en Solari (Corrientes) como parte de su trabajo de campo sobre la devoción en Argentina. No nos conocíamos personalmente. Dalila se estaba recuperando de una enfermedad, me comentó que le pidió mucho al Santo para poder estar en su día. También me mencionó que hace muchos años que cree en él y que a su esposo (que es aún mas devoto que ella) lo ayudó en una dura enfermedad que atraviesa. Su atuendo gauchesco no escapaba a la ocasión, y su recreación era similar a la que portaba Paulina, aunque cada una con su impronta particular. Estaba muy contenta porque en pocos días, el 20 de agosto, le iban a realizar su incrustación del Santito. En esta segunda fecha de celebración del Santo, Paulina haría una nueva fiesta en este mismo lugar.

Hubo un momento particularmente emotivo al recordar a Paola Pardo, una de las responsables del gran santuario a San La Muerte en Solari, Corrientes -actualmente uno de los dos más conocidos, junto con el altar tradicional en Empedrado. Paola falleció en el mes de julio de este año y era muy amiga de Dalila, así como de varios de los presentes en el encuentro.

Era interesante y enriquecedor escuchar los testimonios de los fieles que tenía alrededor. Muchos eran los relatos de fe y superación de penurias de todo tipo. En tiempos de pandemia y privación económica, el Santo era un baluarte sólido donde apoyarse.

Pero la del Santito no era la única fiesta religiosa en el barrio. A una cuadra de donde estábamos se celebraba también a la Virgen (no sé si de Copacabana o Urkupiña). Era interesante escuchar y ver danzas del NEA en un lado de la calle y otras del NOA en el otro extremo, donde se escuchaban las bandas con cuecas, paseos y sayas.

Cuando empezó a caer el sol decidimos volver, ya que teníamos un largo viaje a mi hogar.  Mis propósitos de observación, devoción y, por qué no, diversión, estaban más que cumplidos. No puedo sino quedar muy agradecido a Paulina por su atención y a todas las personas que estaban homenajeando al Santo por haber pasado un momento tan grato e inolvidable.

Nota: La primer foto muestra al San La Muerte sentado realizado por el artista e imaginero Antonio Alberto Vallejos.

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Juan Pablo Romero

Juan Pablo Romero

Licenciado en Folklore y Doctorando en Artes por la Universidad Nacional de las Artes.
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