Una respuesta (religiosa) a la fragilidad del mundo

Por Diego Mauro (Universidad Nacional de Rosario)

Ni siquiera se puede imaginar lo poderosa que es la religión. […]
Son capaces de dar sentido a cualquier cosa: un sentido a la vida humana, por ejemplo.
Jacques Lacan, Roma, 1974

En los últimos meses las religiones han estado en el centro del debate público debido al peligro epidemiológico que generan las aglomeraciones de fieles. En el mundo evangélico de Brasil, por ejemplo, hubo posturas muy variadas, desde aquellas iglesias que decidieron cerrar sus templos y ofrecerlos a la sanidad pública, hasta las que se rehusaron a cumplir medidas mínimas de distanciamiento social y continuaron con sus servicios religiosos habituales. En Argentina también se dio el debate pero en menor escala. La mayoría de los evangélicos, al igual que los católicos, los musulmanes y los judíos, se sumaron a la campaña a favor de una cuarentena social impulsada desde el Estado, con la esperanza de reducir la velocidad de los contagios. La Iglesia católica por primera celebró la Semana Santa de manera virtual, tal como ocurre con los cultos evangélicos en muchas iglesias. Y cuando hubo excepciones, se orientaron a asegurar las medidas de aislamiento. Por ejemplo, se permitió a los judíos ortodoxos realizarse sus baños rituales bajo estrictos protocolos de seguridad sanitaria. Incluso fueron los propios rabinos y autoridades religiosas las que salieron a condenar la violación de las medidas de aislamiento en casos de flagrante incumplimiento, como ocurrió recientemente durante una fiesta de casamiento en la ciudad de Buenos Aires. Por otro lado, está claro que la cuarentena no puede desenvolverse igual en los templos de las periferias urbanas, donde las medidas de aislamiento se enfrentan a un abanico de carencias y necesidades mucho mayores. Allí las iglesias cumplen funciones sociales muchas veces esenciales. algo que se discutió en los diversos encuentros que tanto curas católicos como pastores evangélicos mantuvieron con el presidente Alberto Fernández.

En este artículo, no obstante, me interesa centrarme en otra dimensión de lo religioso: ¿qué ocurre con la fe en estos contextos? ¿Qué cosas aporta el discurso religioso a los fieles? ¿Qué ofrecen las religiones para enfrentarla enfermedad y la muerte? ¿Una pandemia como la que estamos viviendo fortalece o debilita la fe? ¿En qué medida la transforma, la modifica o la reconfigura?

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A la hora de tratar de definir la religión el campo de los especialistas suele dividirse entre quienes proponen una noción restringida –que resalta la fe en entidades sobrenaturales– y quienes dilatan las fronteras del concepto para incluir a cualquier sistema de creencias que intente brindar un horizonte de trascendencia. En los últimos años, sobre todo desde la antropología, se ha insistido en los límites de la idea de sistema, dado el carácter contradictorio y fragmentario de la “religión vivida”, y desde la teorías poscoloniales se ha puesto en entredicho la categoría misma de religión. Un debate largo y complejo que, por el momento, nos vamos a saltear. Entonces, ¿podemos o no hablar de religiones y de perspectiva religiosa?

En mi opinión, la categoría sigue siendo útil para dar cuenta de una forma de posicionarse frente al mundo basada en una certeza primordial, anterior a las religiones propiamente dichas: la fe en la existencia de un sentido último de la vida y la muerte. Este sentido puede ser incomprensible o estar incluso totalmente velado, pero lo que importa es la afirmación de su existencia. Es esa creencia de base, anterior a todo “sistema”, la que da lugar a una mirada religiosa del mundo. E implica que hombres y mujeres –y según las diferentes ontologías también otros seres y entes– no son un accidente evolutivo y aleatorio en el cosmos sino los partícipes de una historia trascendente y una trama de sentido metafísico.

Los diferentes administradores de lo sagrado y las diversas instituciones religiosas dicen conocer el argumento de esa historia y proponen reglas y normas pero, como se ve, lo esencial de la perspectiva religiosa no es la creencia en tal o cual divinidad o la adhesión a un determinado conjunto de valores, sino la fe en la existencia de la trama misma y del sentido último de las cosas. En la vereda de enfrente, la tesis de la muerte de dios afirma lo contrario: no hay sentidos trascendentes, no hay destino. Hay, en todo caso, seres creyendo que lo hay o creándose proyectos individuales y colectivos más o menos significativos pero de naturaleza necesariamente terrenal.

Frente a la pandemia circularon en las últimas semanas distintas explicaciones. Para el patriarca de la iglesia ortodoxa de Kiev, por ejemplo, la culpa sería de los homosexuales y, sobre todo, de los Estados que han sancionado leyes como la del matrimonio igualitario. La peste, dicho mal y pronto, sería una consecuencia de la ira de dios. Algo menos extremistas en sus juicios, sectores del evangelismo brasileño hablan de un plan del diablo para alejar a los fieles de los templos y de Jesús. Para otros cristianos, ubicados en el arco ideológico lejos de los anteriores, se trataría de un recordatorio de la hermandad de los seres humanos y de la necesidad de cambiar el rumbo económico y social: “En esta barca estamos todos“, señaló el Papa Francisco pocas semanas atrás. Como en cualquier crisis de gravedad, están también quienes reconocen señales de un final más o menos inminente y apocalíptico. Es la estela de los milenarismos que se han repetido en el mundo cristiano desde hace siglos.

Desde el punto de vista de la lógica religiosa, sin embargo, lo fundamental no es el contenido de las visiones sino la hipótesis que las vuelve posibles: la fe en un sentido último. Todas ellas arremeten contra la incertidumbre y producen cartografías y mapas para orientarse en la crisis a una escala industrial. Su funcionalidad, en este sentido, no es diferente a la de las diversas teorías conspirativas que circulan en la redes sociales en estos días, responsabilizando a tales o cuales élites económicas y políticas y/o pequeños grupos de poderosos en las sombras. Frente a la incertidumbre y el miedo, cualquier certeza, incluso las más terribles–como la idea de un castigo de dios– consiguen fieles al por mayor y cotizan al alza.

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La coyuntura ha sido propicia también para el crecimiento de una de las industrias más pujantes de nuestro tiempo: la producción de memes. En uno de ellos el papa, a modo de superhéroe, lanza rayos con bendiciones contra el coronavirus. Las bendiciones no tienen ningún efecto y el virus se mantiene en pie y desafiante, como si nada. En otro, se ve a Batman golpeando a Robin cuando empieza a decir que Jesús puede combatir al Coronavirus.

Otros memes, retoman la campaña por la separación de la Iglesia y el Estado en Argentina y proponen destinar el presupuesto de culto al ministerio de salud con el argumento de que las cadenas de oración son inútiles para detener la pandemia. En uno de ellos se puede ver a Jesús con un barbijo aceptando que ninguna plegaria es efectiva. En estos casos se suele ridiculizar además a las iglesias que, cumpliendo la cuarentena, le piden a sus fieles quedarse en casa (demostrando, así, la impotencia de los rituales religiosos). Lo cierto es que aunque apoye la construcción de un Estado laico y muchos de estos memes me resultan divertidos, dicen mucho más de nuestros prejuicios “ilustrados” sobre las religiones que de la realidad concreta y variada de los fieles.

Las posturas autoritarias, estigmatizantes e integristas de algunas iglesias no pueden pasarse por alto –y para eso están las leyes del Estado–, pero también es preciso no perder de vista que esas no son las únicas posiciones existentes. Como argumenta el sociólogo José Casanova, las religiones también contribuyen en muchos casos a fortalecer el tejido social y la vida democrática y plural de las comunidades. En una coyuntura crítica como la que se está atravesando pueden ser un actor clave a la hora de asegurar el éxito de las políticas públicas, entre ellas las medidas de distanciamiento social, como ha señalado la investigadora Gabriela Irrazábal. Más importante aún, dichos memes nos alejan de la comprensión de lo que las religiones ofrecen en términos espirituales a los creyentes, que, cabe recordarlo, son la inmensa mayoría de la humanidad.

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¿Qué pasa con la fe? ¿Cómo opera la lógica religiosa en estas circunstancias?  Hasta no hace mucho tiempo se solía escuchar a los científicos sociales hablar de retracción y crisis de las religiones, como si se tratara de un fenómeno más o menos inevitable, inherente a la modernidad misma. Las últimas encuestas realizadas a nivel global sugieren, sin embargo, que más del ochenta por ciento de la humanidad cree en alguna forma de entidad divina. Sin ir más lejos, la reciente encuesta de creencias religiosas realizada por el CONICET en Argentina concluye que casi ocho de cada diez argentinos y argentinas creen en dios y/o en entidades como la energía.

Es cierto que sigue profundizándose el debilitamiento de las instituciones religiosas tradicionales como la Iglesia católica, pero ese declive nada tiene que ver con la vitalidad de las creencias religiosas. Las denominaciones siguen multiplicándose en los Estados Unidos al igual que las iglesias evangélicas en América Latina, al tiempo en que diferentes creencias “New Age” y “a la carta” se difunden combinadas con elementos de las Iglesias cristianas tradicionales. Las plegarias a Jesús o al Espíritu Santo y las cadenas de oración conviven perfectamente con las perspectivas holísticas que buscan elevar la vibración planetaria para derrotar al virus.  De igual manera, los santuarios marianos –reconocidos o no por la Iglesia católica– atraen a cada vez más devotos, muchos de los cuales no se consideran por ello necesariamente católicos. ¿Cambiará esto debido a la pandemia? ¿El COVID-19 profundizará o debilitará la fe de los creyentes? ¿En qué medida la transformará? ¿Qué tanto afectará la autoridad de las instituciones religiosas entre sus seguidores?

Al menos por ahora es imposible decir algo más allá de lo hipotético. Es cierto que, a diferencia de lo que ocurría en el siglo XIV, la religión ya no tiene el monopolio del sentido para darle una explicación a la peste. Incluso es posible que la ciencia fortalezca su prestigio si logra asegurarnos una vacuna o tratamientos eficientes relativamente rápido –como arriesga Žižek, por ejemplo–, pero no resulta tan claro que las religiones vayan a perder legitimidad social. Primero porque las supuestas contradicciones entre ciencia y religión están mucho más presentes entre nosotros, los científicos sociales, y los ateos, que en los creyentes y devotos. Segundo, y más importante, porque lo que contribuyen a suturar las religiones no es del orden técnico sino existencial. Eso que los filósofos existencialistas (Sartre, De Beauvoir, Camus) denominaban angustia, o, si se me permite una digresión lacaniana, lo Real. No debe sorprendernos entonces que la filosofía atea por antonomasia del siglo XX, el existencialismo, exprese al mismo tiempo una profunda nostalgia por la religión.

A mediados del siglo XX, su mensaje ateo conserva ya poco del optimismo ilustrado en la razón y mucho del lamento por las certezas perdidas. Sin religión, sin dios, sea cual fuere, se desvanece la posibilidad de un sentido último y trascendente. La pandemia le recuerda esta fragilidad al mundo. Dicho en palabras del filósofo alemán Martin Heidegger: su finitud. Es cierto que mucho más a las clases privilegiadas que, en cierto modo, se habían olvidado un poco de la muerte, acostumbradas a creer que era algo que les acontecía a otros: a los pobres, a los marginales, a los excluidos. La ciencia, por más vacunas que obtenga, puede hacer poco para llenar ese abismo. La pandemia no ha hecho más que agrandarlo y frente a él, como dice Lacan, apenas podemos imaginar lo poderosa que puede volverse la religión.

Publicado originalmente en la revista Anfibia

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Diego Mauro

Diego Mauro

Diego Mauro es Investigador del CONICET y docente de Historia de Argentina II en la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario.
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