Las devociones populares en la literatura (9) (y en la música): el Frente Vital

My Mafia – por Andrés Calamaro

My mafia es para mí / Mi amistad y mi riñón / Fue fortuna y es así / Una cuestión de gratitud / Eso no se va a romper / Es duro como el metal / Confieso estar y pensar / Más allá del bien, más allá del mal
Cuando ladra la moral / En modal inquisición / Me corresponde cantar / A la libertad, a la libertad
My mafia viene a mi casa / Y se sienta en esta mesa / Es una declaración / Del corazón y la cabeza
Conocí al gallego Frank / También al gordo Raúl / Hermanos por elección / Osvaldo, Jorge y Adrián
Cuando ladra la moral / En modal inquisición / Me corresponde cantar / A la libertad, a la libertad
En el día del Amigo / Pueden contar conmigo / Para sentarme a la mesa / De los bandidos, de los bandidos

Según Calamaro, «Era un joven delincuente y marginal que repartía alimentos entre los más humildes. Es un tributo a los marginales y los vulnerables, un recordatorio a ‘El Frente’ Vital, muerto por la Policía hace 20 años. Jóvenes delincuentes marginales repartiendo alimentos entre los más humildes. Hacemos foco, entonces, en los que nada tienen»  (en nota en Clarín)

 

La tumba del Frente Vital por Alfredo Srur.

 

Cuando me muera quiero que me te toquen cumbia -por Cristián Alarcón (fragmentos)

Cuando llegué a la villa sólo sabía que en ese punto del conurbano norte, a unas quince cuadras de la estación de San Fernando, tras un crimen, nacía un nuevo ídolo pagano. Víctor Manuel “El Frente” Vital, diecisiete años, un ladrón acribillado por un cabo de la Bonaerense cuando gritaba refugiado bajo la mesa de un rancho que no tiraran, que se entregaba, se convirtió entre los sobrevivientes de su generación en un particular tipo de santo: lo consideraban tan poderoso como para torcer el destino de las balas y salvar a los pibes chorros de la metralla. Entre los trece y los diecisiete años el Frente robaba al tiempo que ganaba fama por su precocidad, por la generosidad con los botines conseguidos a punta de revólveres calibre 32, por preservar los viejos códigos de la delincuencia sepultados por la traición, y por ir siempre al frente. (p. 4)

(…)

Al Frente lo enterraron en una tumba del sector más pobre del cementerio de San Fernando, donde conviven los mausoleos señoriales de la entrada, y las pedestres sepulturas sobre la tierra. Adornados por flores de plástico, los muertos quedan como sembrados a lo largo de una planicie en la que resalta hoy la tumba de Víctor Vital. Resplandece entre las demás por las ofrendas. Grupos de chicos enfundados en sofisticados equipos de gimnasia y zapatillas galácticas se reúnen para compartir con el Frente la marihuana y la cerveza. Las ofrecen para pedirle protección. (…) Como si él y su poderío místico incluyeran la condena y la salvación, el mito del Frente Vital me abrió la puerta a la obscena comprobación de que su muerte incluye su santificación y al mismo tiempo el final de una época. Esta historia intenta marcar, contar ese final y el comienzo de una era en la que ya no habrá un pibe chorro al que poder acudir cuando se busca protección ante el escarmiento del aparato policial, o de los traidores que asolan como el hambre la vida cotidiana de la villa. (6)

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Sabina (su madre) soltó un grito de dolor. Su llegada a la escena de los hechos había provocado un silencio sólo alterado por el ruido que hacía el helicóptero suspendido sobre el gentío. Ese alarido y el llanto que lo precedió fueron suficientes para que quienes esperaban perdieran la esperanza: un policía había masacrado a Víctor Manuel “El Frente” Vital, el ladrón más popular en los suburbios del norte del Gran Buenos Aires. Tenía diecisiete años, y durante los últimos cuatro había vivido del robo, con una diferencia metódica que lo volvería santo; lo que obtenía lo repartía entre la gente de la villa: los amigos, las doñas, las novias, los hombres sin trabajo, los niños.

“Yo sabía que todo el mundo lo quería pero no pensaba que iban a reaccionar así. Porque hasta la señora de ochenta años empezó a tirar piedras”, cuenta Laura. Así comenzó la leyenda, estalló como lo hacen sólo los combates. Como una señal todo poderosa, entienden en la villa, el cielo se oscureció de golpe, cerrándose las nubes negras hasta semejar sobre el rancherío una repentina noche. Y comenzó a llover. La violencia de la tormenta se agitó sobre la indignación de la turba. Bajo el torrente los vecinos de la San Francisco, la 25 y La Esperanza dieron batalla a la policía.

La noticia sobre el final del Frente Vital corrió por las villas cercanas como sólo lo hacen las novedades trágicas. Llegaron de Santa Rita, de Alvear Abajo, del Detalle. A la media hora había casi mil personas rodeando a ese chico muerto y ciento cincuenta uniformados preparados para reprimir. Llegaron los carros de asalto, la infantería, el Grupo Especial de Operaciones, los perros rabiosos de la Bonaerense, los escopetazos policiales. (16)

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Para no morir en seguida, para resistir en la calle al poner el cuerpo es que algunos pibes le ruegan al Frente. “Antes de salir a laburar le doy un beso a la foto que tengo en un marco con los colores de Tigre”, me contó Chafas sentado contra la pared de los nichos de cemento, bajo la misma sombra que llega a la tumba del milagrero. (34)

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Y Sabina es importante como lo fue su hijo. No sólo es una mujer a la que se acude si se tiene un problema con la policía, porque ahora activa junto a los organismos defensores de los derechos humanos y otros familiares de chicos fusilados, sino que es ella, su sonrisa, algo de lo que quedó tras la muerte de Víctor. Ella es ante el mundo “la mamá del Frente”. Quizás por eso, a pesar de tanto haber combatido las malas juntas de su hijo menor, me muestra disimulando y orgullosa a la vez, el histórico camión de La Serenísima. Es uno de esos refrigerantes que llevan por los comercios la distribución diaria de leche. Pues “los pibes”, el Frente junto a Manuel y Simón, los hijos de Matilde, lo secuestraron, lo vaciaron todo en esos carros tirados por caballos en que muchos en la villa juntan cartones por las noches, y lo repartieron a la manera en que durante la década del setenta hicieron los militantes de las organizaciones armadas. El botín fue a parar también a las cárceles: los mejores quesos argentinos terminaron saciando el hambre de algunos presos de La Nueva, Devoto, Caseros, Sierra Chica, Olmos. “El Frente tenía la idea fija de que los chiquitos comieran yogur y no caramelos —cuenta Matilde en su casa llena de sillones enanos que ha levantado en la calle mientras recolecta papel y cartones para vivir—. Cuando iba al kiosco se le paraban aliado, le pedían y él les compraba. Con el camión la villa se llenó de lácteos, de yogur,  de leche cultivada, de cosas que nunca se habían podido tener.” (39)

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Paola sueña todavía con el Frente. Sueña que ella baila en el Tropitango mezclada en la multitud, pensando en que están peleados, y de pronto por los altoparlantes se escucha: “Paola, que te presentes en la puerta que te espera Víctor”, y ella sale, pero afuera no hay nadie. Y entonces, al rato, ella sigue bailando, y otra vez; “Paola, dice el Frente que te apures”, entonces ella sale, temerosa de que la espera para pelearse, para recriminarle que se fue a bailar sin él, y él está con las manos en los bolsillos y una sonrisa enorme: “¿Viste la joda que te hice? ¿Te asustaste no?”. Paola sueña con que se van a comer un pancho juntos y después vuelven al baile de la mano, de novios. “Sueño con él, la otra vez soñé, y yo le conté a Sabina. Y mi mamá me dijo que cuando soñás con un fallecido es porque quiere que lo vayas a ver, entonces yo le dije que para el cumpleaños le voy a llevar flores. Soñé que yo iba a verlo al cementerio y él estaba parado y me decía que le gustaban las rosas amarillas, que quería que le llevara una rosa amarilla. Yo le decía ‘¿cómo vos estás acá, si vos…?’. Y me decía: ‘Siempre voy a estar, siempre estoy’. No sé si será verdad, pero a veces estoy en mi casa y se escuchan ruidos, se escuchan cosas, entonces pienso ‘ahí está’. O creo que es mi primo, porque a mi primo también lo mató la policía. Pero más que nada pienso que puede ser Víctor, porque yo soñé que él me dijo que siempre va a estar. O capaz que siempre va a estar porque siempre soñaré con él. Yo creo que él puede ser una presencia especial, alguien capaz de aparecerse, o de cuidarte, de ser alguien superior por la manera superior que tenía de ser en vida. Él, aunque ladrón, siempre tuvo un corazón groso. Esa vez que con Manuel y Simón se robaron el camión de La Serenísima y se lo regalaron a la villa me lo acuerdo a él que también se había agarrado un yogur y se sentó ahí en la esquina. Miraba cómo los chicos se tomaban los yogures, y él se tomaba un bebible, y decía ‘esto es vida’.”  (51-52)

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La idea de que Víctor Vital puede proteger de las balas se confirmó para los creyentes con aquel incidente en la Santa Rosa.

Por la calle que hace de costado izquierdo del cementerio de San Fernando entró Javier. Iba armado con un revólver que tenía un defecto, debía correrle el cargador después de cada disparo. Manso y otro pibe de la 25 lo secundaban con dos revólveres. Andaban en un Falcon verde. Los Toritos y su gente se habían reagrupado en la cancha del barrio jugando al fútbol, como si no sospecharan que ellos iban a volver por Simón. Gambeteaban con un ojo en la pelota y el otro en la calle. Javier se bajó antes del auto y caminó hacia el campito. En el auto avanzaba más atrás el Cabezón. Cuando aparecieron desde el extremo de la calle salió el Falcon rojo de uno de los Toros. Javier les vio las armas fuera de la ventanilla. Les disparó dos veces. En la cancha los jugadores corrieron a sus Itakas. Habían preparado un arsenal.

A Manso y al otro de un escopetazo les bajaron el vidrio trasero del Falcon. Javier corrió hacia el cementerio. Alcanzó a andar unos diez metros entre las tumbas. Y se tiró detrás de una lápida. Las balas repicaban en el mármol, en las criptas vecinas, pasaban cerca de Javier pero no le dieron una sola vez. “Le tiré al Toro un par y ahí ellos se escondieron. Como dos o tres les tiré y se quedaron en el piso.” Javier pensó que nunca podría escapar hasta que se dio cuenta que estaba ante la tumba del Frente.

Pasaron eternos segundos hasta que, contra un alambrado al costado de la salida a la calle, detectó una bicicleta como puesta allí para él. “Corrí, manoteé la bici y salí.” Pedaleaba desesperado pensando en el milagro que volvería a agradecer a su amigo muerto cuando vio a los patrulleros con las luces y las sirenas encendidas. Se acercaban levantando polvo para reprimir el tiroteo. Así que, para colmo, por si lo paraban, tuvo que descartar el revólver en unos pastizales. Al día siguiente, con Simón en el hospital recuperándose de los tres tiros en las piernas, volvió a buscarlo. (63-64)

(…)

Después de almorzar con Alfredo, Chaías, Pato y Tincho, uno de mis guías durante las primeras incursiones, visitamos la tumba de Víctor en el cementerio de San Fernando. Pato llevó la bandera que hizo pintar para su hermano: el Frente sonríe dibujado como una caricatura. Y también las remeras en las que el ladrón le pisa la cabeza a un policía. Con los ojos desorbitados y la lengua afuera el bonaerense soporta el peso de su zapatilla de pibe chorro. Esa vez, con las camisetas puestas los chicos volvieron a hacer las ofrendas de siempre. Además de los sepultureros municipales que pasan los días refugiados del sopor caluroso del cementerio en una oscura oficina pegada al hall, al lugar lo custodian agentes de civil de la Policía Federal. Cuando conocí el santuario del Frente su madre me contó que apenas los chicos se empezaron a juntar alrededor de la tumba, a perfumar el aire mortuorio con el dulce sabor de la marihuana y a parecerse a una bandita desconsolada por la caída de su referente más generoso y altivo, las mujeres que solían ir a visitar a sus muertos cerca de la zona donde estaba enterrado Víctor, solían quejarse. “Allá hay una patota”, acusaban. Ese sábado los federales se mantuvieron a una distancia prudente, y como si ya hubieran estado acostumbrados, hicieron como que no nos veían. Nosotros tomamos una cerveza, fumamos un porro y nos volvimos después de que Alfredo Srur hizo las primeras imágenes de lo que sería un largo ensayo fotográfico. (89)

La devoción al Frente Vital -que pese a la atención mediática y académica aparentemente no pasó del barrio- llamó la atención del sociólogo Daniel Miguez (ver aquí y aquí), y del escritor Roberto Bosca (ver aquí). Los trabajos de ambos se pueden consultar con provecho. 

Recomendamos, claro, la lectura del libro completo de Cristian Alarcón. Y la nota sobre el libro publicada por La Tinta de donde extraímos la foto de la tumba del Frente Vital. 

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Alejandro Frigerio

Alejandro Frigerio

Alejandro Frigerio es Doctor en Antropología por la Universidad de California en Los Ángeles. Anteriormente recibió la Licenciatura en Sociología en la Universidad Católica Argentina.
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