Litoral, sermones evangélicos y “personajes que podrían ser de cualquier lugar”

Publicado originalmente en Sociedad de Clarín

Beatriz Sarlo

No la conocía a Selva Almada cuando, el año pasado, la editorial Mardulce me envió su primera novela, El viento que arrasa. La empecé y la terminé esa misma tarde. No esperaba una novela así: el viaje de un pastor evangelista por caminos secundarios del Chaco, acompañado por su hija adolescente en un auto destartalado, con el que llegan a un taller mecánico en el medio del campo, donde viven un muchacho y un hombre. Nada más, excepto los sermones del pastor y su poder magnético sobre los dos chicos. Todo es raro y original para la ficción argentina que conozco: no era literatura urbana, no había ironía ni guiños a la comunidad literaria, la autora no contaba una historia autobiográfica. Al día siguiente escribí una reseña sobre El viento que arrasa y me alegró saber que la novela les gustaba a muchos. Una especie de Claire Keegan argentina, pensé. Ahora Selva Almada publicará, también en Mar Dulce, Ladrilleros. Leí las pruebas de página y, por fin, nos sentamos a conversar.

“Nací, me crié y viví en Villa Elisa hasta los 17 años. A treinta kilómetros de Colón. Un lugar muy católico. Tengo mejores recuerdos de la infancia. En la adolescencia no la pasé bien, no tenía los mismos intereses, ir al boliche, a bailar, tener novio. De todos modos, era un pueblo bueno, bastante típico del interior de Entre Ríos. Después me fui a estudiar a Paraná, donde estuve hasta que, a los 27, me vine a Buenos Aires.”

¿Qué estudiabas?

Comunicación Social. Pero, cuando empecé a escribir ficción, me di cuenta de que tenía que hacer una lectura más ordenada, no sólo lo que me caía en las manos. Entonces me anoté en algunas materias del profesorado de literatura; me enganché, dejé comunicación y terminé el profesorado.

¿Qué bibliotecas tenías a mano de chica, en tu pueblo?

Primero, la de la escuela primaria, con muchos de los clásicos juveniles, los Salgari, Alcott, Mark Twain, bueno, todos esos. Ya adolescente, me hice socia de la biblioteca popular del pueblo. Ahí leía un poco lo que me recomendaba la bibliotecaria, novelas y sobre todo best-sellers. Cuando empecé literatura en Paraná, me di cuenta de que yo siempre había leído mucho pero que no había leído a los autores correctos. Me decían: “Ah, ¿pero no leíste a Cortázar?”. Yo no había leído a Cortázar en la adolescencia y era como un “Auch! No, no lo leí”. Eso me hacía sentir insegura.

Lo que yo veo es una comunidad de proyecto estético, básicamente con el primer Saer. ¿De dónde viene la literatura? Difícil saberlo. Pienso en “El viento que arrasa”. Dijiste que venís de “un pueblo muy católico”, ¿el predicador evangelista de esa novela de dónde salió? Esos “evangelios” que también son mencionados en tu segunda novela, “Ladrilleros”…

En los últimos años que viví en mi pueblo recién empezaban a aparecer muy tímidamente los Testigos de Jehová o los evangelistas, rechazados porque era gente de allí mismo que se había convertido. En la Iglesia el cura regalaba unos stickers grandotes, que tenían una figura de Cristo y abajo decía: “En esta casa somos católicos”. Había que pegarlo en la puerta como advertencia para que ni siquiera se acercaran. Eso no pasaba en mi casa. Mi mamá es católica pero conocía a estas mujeres que se habían hecho Testigos de Jehová, entonces cuando venían, les abría la puerta, les escuchaba el discurso, les compraba la revista. Años después, conocí el pueblo de mi marido en el Chaco, cerca de la frontera con Santa Fe. Allí me llamó la atención lo contrario: la cantidad de templos protestantes (allá les dicen “evangelios” a todos) que convivían tranquilamente con la Iglesia Católica. En realidad, yo tenía pensada una serie de cuentos que iban a transcurrir en la ruta, había escrito el primero y cuando empecé el segundo, imaginé un hombre que viaja por su trabajo pero no es un viajante de comercio, porque ya había encontrado ese personaje en otros cuentos. Como estaba leyendo sobre todo a Flannery O’Connor, y sus cuentos están llenos de pastores, ahí decidí: un tipo que sea pastor itinerante, que venda biblias, dé sermones. Se me ocurrió situarlo en el Chaco porque ahí yo había tenido la primera experiencia de tantos evangelistas dando vueltas.

Los sermones del reverendo los armaste con textos de las revistas evangélicas…

Sí, de las revistas. Con la novela ya bastante encaminada, se me ocurrió agregar los sermones, porque quería salir del estereotipo del pastor chanta. Se me ocurrió reforzar al pastor por el lado de su mismo discurso y escribir sermones que lo representaran, sin usar la perspectiva del narrador, sino haciéndolo hablar al Reverendo. No tenía muchos elementos, no leí la Biblia, pero allí estaban esas revistas que habían dejado los Testigos de Jehová en mi casa de Villa Elisa. Los versículos que ellos citan me sirvieron como disparador para los sermones del Reverendo que yo quería escribir. Después en Buenos Aires, cerca de donde vivo, en Flores, me dieron los de un pastor coreano.

En “El viento que arrasa” esos sermones tienen un extraordinario poder. Que la hija del Reverendo siga adherida a su padre en ese viaje interminable por pueblitos y que el Reverendo conquiste a ese chico y lo arrastre con él tiene que ver con algo discursivo. Los sermones funcionan impulsando la ficción y no sólo como muestra de que así hablaba ese hombre. Sostienen la estructura argumental. Y, también, hacen a la rareza de tu novela en la literatura actual. No hay ironía, ni parodia, por ejemplo, en esa escena en que la madre del futuro predicador lo entrega a las aguas del río, como en un segundo bautismo.

Sí, bueno, no sé si hay tantas novelas en donde haya pastores…

No sólo por eso, sino porque le meten a la novela una lengua rara, que impide toda identificación pintoresca o costumbrista.

Claro, a fin de cuentas, los personajes podrían ser de cualquier lugar.

En estos días apareció tu segunda novela, “Ladrilleros”. ¿La empezaste a escribir antes o después de “El viento que arrasa”?

Después.

Al leer “Ladrilleros” tuve la impresión de que venía de antes.

No. Me habían contado una historia, que también trascurría en esa zona, sobre dos familias enfrentadas, ladrilleros que en un parque de diversiones se agarran a tiros y a cuchillazos, y muere un par de cada bando. Me gustó como arranque de algo y la empecé a escribir casi inmediatamente después de haber terminado El viento….

«Ladrilleros” no se priva de nada, palizas, sangre, actos sexuales heterosexuales y homosexuales, tiene toda la acción posible para una literatura como la tuya, que es refinada y cauta. Por eso pensé: Selva, que vació de acción la novela anterior, que se negó a escribir lo que podía esperarse del encuentro de esos adolescentes en “El viento..”, que se decidió a decepcionar al lector en sus expectativas más convencionales (lo cual me parece formidable), y le dice: “Lo que usted está pensando no va a suceder”, bueno, Selva en “Ladrilleros” repone todo aquello que no se permitió en “El viento que arrasa”. Por eso la pensé como una novela que había empezado a ser escrita primero. Una novela que avisa: “Agarráte porque pongo todo”.

Sí, me pasó un poco eso. Con El viento…todos suponen que va a pasar algo y no pasa nada.

Ladrilleros, ya desde la anécdota que escuché, era como una de tiros, tampoco es una de Tarantino la novela, pero tiene acción. Son dos pibes desangrándose y muriéndose después de haber peleado a cuchillo y, además, conté de dónde vienen esas muertes, ese rencor más antiguo que les llega de los padres y del odio o el amor que sienten por ellos. Los personajes eran tipos así violentos y pedían una narración más explícita. Pero hay una cosa más poética en las alucinaciones de los dos agonizantes. De todos modos, creo que, en el fondo, las dos novelas son parecidas y comparten la misma lengua.

La entrevista on line.

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Nicolás Viotti

Nicolás Viotti

Doctor en Antropología Social por el Museu Nacional (Universidad Federal de Río de Janeiro), Sociólogo por la Facultad de Ciencias Sociales (Universidad de Buenos Aires) e Investigador del CONICET.
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