Tres miradas sobre evangélicos y política (3)

Nacional, popular y pentecostalpor Pablo Semán (UNSAM/CONICET)

Tanto había insistido el predicador evangélico de una minúscula radio local con que venía el apocalipsis, que en la misa del domingo el padre Pedro se vio obligado a desmentir la profecía pues los propios fieles católicos sentían necesaria esa aclaración. El hecho ocurrió a fines del siglo pasado en un barrio de Lomas de Zamora y sirve para entender que los pentecostales, incluso siendo minoría, tienen la iniciativa simbólica desde hace varios años en algunos territorios del conurbano bonaerense.

El paisaje religioso de los suburbios del Gran Buenos Aires indica que por cada capilla católica existen decenas de iglesias pentecostales de los más variados tamaños, con el predominio de las más pequeñas pero menos visibles, algunos templos de Testigos de Jehová y muchos menos de los Mormones. La mayor cantidad de líderes religiosos nacidos y criados en “el barrio” son sistemáticamente pentecostales frente a la extranjería cultural, social y hasta “étnica” de los agentes mormones, testigos y católicos. En los últimos setenta años los evangélicos, en su mayoría pentecostales, llegaron a ser entre el 12 y el 14% de la población y casi el 20% en las principales urbes donde se concentran los sectores populares.

En torno a este mapa y a estos números podemos delinear al menos dos procesos. Primero, que la expansión pentecostal configura una verdadera revolución en términos de la transferencia del poder de producción religiosa hacia los de abajo. Segundo, que los pentecostales han sido la base ambigua de procesos de politización de muy baja intensidad que pueden llegar a desplegarse de manera sesgadamente jerárquica. Que esta última posibilidad se consume dependerá tanto de lo que traen los evangélicos en sus consideraciones teológicas, su práctica, su inserción social, como de la forma en que las fuerzas políticas comprendan su desarrollo y se posicionen frente a ellos. En lo que sigue trataré de proponer elementos para quienes tengan el atrevimiento de salir de sus prejuicios y así aportar a una perspectiva política más productiva.

Era por abajo

Los evangélicos son el conjunto de grupos religiosos que se inscriben en el marco de la reforma protestante y abrazan un cristianismo basado en la escritura antes que en la sucesión apostólica romana. Entre ellos predominan y están creciendo más rápidamente los pentecostales, que se identifican por una posición específica: la actualidad de los dones del espíritu santo. En el “avivamiento espiritual” de la calle Azuza, en una iglesia metodista afroamericana de California, año 1906, los fieles afirmaron haber vivido hechos semejantes a los que narra el pentecostés en el Nuevo Testamento. Es decir, tuvieron señales y manifestaciones del espíritu santo concebido ya no como “metáfora” sino como una entidad viva en la historia que hace a las personas hablar lenguas extrañas, emite profecías, cura enfermedades, mejora las relaciones intrafamiliares y favorece el éxito personal en los negocios y la vida cotidiana. En la reivindicación de esa experiencia el pentecostalismo basará su teología, su autonomización como rama evangélica y su influencia posterior.

Los pentecostales crecen por dos razones que se derivan de este origen y se potencian por los límites del catolicismo. En primer lugar, su práctica y su teología poseen una premisa que guarda perfecta sintonía con la estructura de la religiosidad popular: ubicar en el centro de la experiencia la categoría de milagro. El milagro no como esa imagen moderna de lo imposible o lo extraordinario, sino como vivencia cotidiana que explica todos los hechos desde un determinismo sagrado, aunque sin negar lo biológico, lo psíquico y lo social.

En ese cruce entre la actualidad de los dones del espíritu santo y la religiosidad popular se juega un círculo virtuoso de acuerdos y persuasiones, pues cuando un pastor predica en una plaza, en un barrio o en una campaña, hay tres escuchas posibles: a) “es una mentira”, dice el ateo desencantado por definición y el católico desilusionado por un siglo de modernización religiosa; b) “este tipo no dice la verdad”, piensa el creyente en los milagros pero que no le cree a ese enunciador (la mayoría de los sujetos del mundo popular, que se parecen al desencantado pero no lo son); c) “este llegó a mi corazón”, dice el creyente en el milagro que encontró en ese pastor el enunciador específico de su verdad más genérica.

Entre las ocasiones de la vida en que se necesitan los milagros y la cantidad de predicaciones que pululan en la vida contemporánea se halla el secreto del número conversiones: un gran porcentaje de los que escuchan en la segunda posición caen en la tercera. El pentecostalismo, a través de la pluralidad de sus formas de predicación, termina encontrando la vía de llegada para que se produzca ese desplazamiento.

Mientras las teologías católicas contemporáneas (y no solo las de izquierda) tienden a reforzar el compromiso social, moral e histórico, las teologías pentecostales enfatizan las relaciones de intercambio con la divinidad donde los milagros de todo tipo son el hecho recurrente. El pentecostalismo en Latinoamérica conecta y potencia la conciencia del milagro presente en el catolicismo y en la religiosidad popular haciéndola circular con más fuerza y legitimidad. Absorbe, transforma y eleva a la categoría de pastor, al curandero, al rezador y al catequista.

La segunda gran ventaja del pentecostalismo en su competencia por las almas es la notable superioridad logística que deriva de un núcleo central de su teología: la idea del “sacerdocio universal”, según la cual cualquier creyente puede y debe predicar el evangelio, lo que habilita el surgimiento a gran velocidad de pastores que se instalan en las zonas en disputa.

El catolicismo ocupa el territorio con estrategias centralizadas en función de la geografía de las diócesis, de los ritmos de la burocracia vaticana y de un reclutamiento de agentes que es exiguo (¡quién quiere ser sacerdote!), en un proceso de formación tan largo como lleno de deserciones. La formación de agentes religiosos pentecostales ocurre de una manera diferente y más rápida: hay tantos que quieren y pueden dirigir iglesias que se multiplican los conflictos fraccionales. Alguien se convierte, poco tiempo después está desempeñando funciones en un templo, unos meses más tarde participa de la creación de una nueva iglesia para terminar siendo pastor tal vez en pocos años. Ese pastor es alguien nacido y criado en el barrio, puede interpelar la vida de sus vecinos y transmitirles algo con mucha más pertinencia y poder de llegada que un sacerdote venido de no se sabe dónde, que vive en condiciones extraordinarias (sin necesidad de trabajar, sin mujer ni hijos). Los pentecostales llegan más rápido y con más sentido del juego local porque poseen una dinámica organizacional tanto más superior cuanto más crecen los conurbanos de las ciudades del país, donde los sujetos se quedan sin autoridad religiosa tradicional y generan la propia.

Los observadores críticos, los periodistas y los agentes religiosos opuestos por diversas razones al despliegue evangélico suelen señalar a las grandes iglesias, especialmente a aquellas que tienen presencia mediática, y sobre todo a la Iglesia Universal del Reino de Dios, que alimenta y complace los imaginarios más terribles sobre el pentecostalismo, cumpliendo así con el procedimiento ideológico de ubicar a una parte minoritaria y diferente como representación del todo.

La realidad es que el modo de aparición de los fenómenos al observador porteño es absolutamente diferente del esquema de causación y consolidación de los mismos: la mayor parte de los pentecostales, entre el 60% y el 80%, se congregan en pequeñas iglesias de barrio. La trayectoria de los fieles suele comenzar en una iglesia “grande” lejos de su barrio, pero pasado el tiempo se distancian y encuentran otra en su zona, o bien ayudan a crear una para que la asistencia espiritual sea más próxima geográfica y culturalmente. Las iglesias pentecostales crecen como hongos después de la lluvia y logran una capilaridad territorial que pocas instituciones alcanzan. Más asombrosa aún es su capacidad de llegar a los sujetos cuyas trayectorias resultan demasiado complicadas para todos los demás actores.

El impacto de esta expansión motiva el imaginario de invasiones extranjeras telecomandadas por Ronald Reagan para combatir a la teología de liberación. Pero el crecimiento de los evangélicos y pentecostales en la Argentina se explica ante todo por la ocupación de espacios que fueron quedando libres por ser considerados territorios de una “religiosidad popular” utilitaria, mágica y poco comprometida. Y por la incompetencia logística del conjunto del catolicismo en un contexto de rápido crecimiento urbano. Solo en ese contexto mayor debe procesarse el efecto innegable de la presión de la derecha norteamericana y de los efectos de la dictadura respecto de la izquierda católica.

Lo que me gustaría resaltar, en resumen, es que el crecimiento de los evangélicos constituye una verdadera revolución contra el poder de producción de la religión realmente existente, un desplazamiento de la burocracia católica a bases populares autónomas que redefinen parcialmente el carácter y las instituciones del cristianismo legítimo, le guste o no al público laico metropolitano que en su ansia de fiscalización se atribuye competencias para determinar cuál debe ser la buena religión.

El salto a la política

Hasta hoy, la enorme masa de evangélicos no ha actuado de forma políticamente unificada en nuestro país, a pesar de tentativas fracasadas y de temores de todo tipo. Y no lo ha hecho por el peso que tienen en Argentina las identidades políticas y porque los evangélicos han temido las consecuencias de deslegitimación que podrían acarrear esos emprendimientos electorales. Sin embargo la situación ha cambiado.

Las identidades políticas de todo tipo acentúan su erosión a la luz de los fracasos acumulativos justo en el momento en que aparece una ofensiva destinada a reverticalizar, a partir de sus cabos sueltos, las relaciones sociales que fueron cuestionadas en toda América Latina durante los últimos lustros. Las izquierdas que antes podían conciliar una agenda social con la religiosidad popular ya no logran hacerlo y en ese contexto algunos referentes evangélicos podrían beneficiarse como catalizadores de una reacción conservadora que la Iglesia Católica no podrá protagonizar si mantiene una estrategia tan partidista como la que despliega en la actual coyuntura. Es lo que se percibe al interior del movimiento evangélico, donde cierta sensibilidad social compatible con una interpelación más o menos cuestionadora de los grados más salvajes del capitalismo, cede espacio al conservadurismo moral reactivo a las secularizaciones del cuerpo, la sexualidad, el sujeto y la familia.

En una época en que las elecciones son instituyentes porque generan climas políticos que exceden a los actores y a los antecedentes, en que los proyectos populistas de izquierda funcionan como una especie de Rey Midas invertido, que todo lo que toca lo convierte en minoría, en que los factores tradicionalmente duros de la política se desvanecen en el éter rápidamente inflamable de las redes sociales, la ambigüedad evangélica que reúne solidaridad social y conservadurismo moral podría desambiguarse de la peor manera posible. Las piezas están dispuestas.

Durante más de treinta años desconfié de quienes predecían que en “la próxima elección” los evangélicos serían importantes. Esta vez creo que será diferente y es probable que al menos un cuarto de los evangélicos se movilice de forma activa y consistente desde su sensibilidad conservadora, a favor de candidaturas propias a la derecha del PRO, o acompañando una posible bolsonarización del propio Mauricio Macri.

Publicado originalmente en la revista Crisis

Share
Publicado en Ensayos. Tagged with , , , .

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *