El Gauchito GIl y Iemanjá curan en la Villa 31 (Barrio Carlos Mugica)

por Diego Jaureguis (periodista)

Todos los martes y jueves el templo del Gauchito Gil, que funciona en el barrio Padre Carlos Mugica, abre sus puertas para promeseros y vecinos. El pai Carlos, su fundador, explica la devoción a este santo popular desde la perspectiva de la brujería, el espiritismo y la religión Umbanda.

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El ingreso a ese barrio, conocido como Villa 31, se encuentra entre el Ferrocarril San Martín y la Terminal de Ómnibus de Retiro. Este acceso consiste en un arco cuadrado y amarillo de unos seis o siete metros de altura. En una de las columnas un letrero recibe a los ingresantes con las siguientes palabras: “Bienvenidos al Barrio Mugica” y, justo debajo, un mural que es un mapa para orientarse por sus calles.

Conviene sacarle una foto porque allí hay lugares relevantes que sirven de referencia a la hora de realizar cualquier consulta: algunos espacios clave son el Paseo Comercial, la Posta Same, la planta de reciclaje ATR, las Viviendas Nueva YPF, entre otros puntos.

Este templo del Gauchito Gil no es fácil de ubicar porque no tiene redes sociales y, a menos que uno sea un vecino conocedor del barrio, no queda otra que confiar en las imprecisiones cartográficas de la publicidad del boca en boca.

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Una raíz de brujos

El templo funciona en una casa de tres pisos. En los niveles superiores ondean las clásicas banderas que indican la presencia del santo. Todo está pintado de rojo: el frente de la planta baja, las letras del cartel blanco donde se lee “Santería El Gauchito”, las paredes y el techo de ladrillo hueco del pasillo de entrada, los banderines triangulares que cuelgan aquí y allá como aletas invertidas de tiburones, las tres puertas al fondo del corredor junto a las rejas que las protegen de la insistencia de noctámbulos atrevidos. La puerta del medio está clausurada porque da acceso a otra propiedad; en la de la derecha, que está abierta, una muchacha y un muchacho, vestidos con atuendos umbandistas, acomodan por orden de llegada a los promeseros, rezadores y vecinos que vienen para una curación. La otra puerta, la de la izquierda, que está cerrada, posee vidrios espejados y, encima de ella, hay una cámara. Una placa confirma por fin que ésta es la Casa 61 de la Manzana 11.

El visitante toca el timbre.

—Aguarde, por favor, dice una voz por el portero eléctrico.

Algunos minutos después se oyen pasos, llaves y la puerta que se abre.

—Pase, pase, invita con amabilidad el pai Carlos acompañado de su hija Sara.

Ante los ojos asoma un salón barroco con multitud de imágenes religiosas apiñadas. El recinto, que parece comprimir la variedad de objetos que contiene, posee techos rojos y sus paredes están revestidas por cerámicas de parqué. Por la disposición de las estatuas, y las distintas ofrendas que las rodean, cuesta identificar que los santos, de cuyos cuellos y manos cuelgan collares y rosarios, están agrupados en, al menos, cuatro altares. Las luces —entre ellas una araña colgante de cobre con varias lámparas—, junto a las banderas rojas, le dan a todo el conjunto un aire encarnado y místico. Es el mismo realce calmo y emocional que se experimenta en las iglesias católicas por la sumatoria de símbolos cristianos, sólo que, en este caso, la gran cantidad de bouquets con flores artificiales de color amarillo, rosa, rojo, blanco, violeta y azul, estimulan sentidos más terrenales, recuerdan formas festivas de devoción. Dos grandes girasoles de plástico captan la atención conduciéndola hacia el altar principal. Allí seis estatuas del Gauchito Gil —cuatro de ellas de gran tamaño— y una de San la Muerte indican, en términos cuantitativos, cuál santo privilegia el fervor. Aquí y allá cuelgan distintas prendas gauchas como cinturones, sombreros y ponchos colorados.

Carlos se sienta en un banquito.

—Soy brujo, pai y espiritista, aclara. Luego, alzando un habano que está sobre una mesita utilizada como escritorio, agrega:

—Éste yo fumo cuando atiendo.

Carlos tiene 60 años y nació en Asunción, Paraguay. Del lado paterno su abuelo y sus tíos, oriundos de Brasil, se dedicaron a la brujería y la Umbanda; del otro lado, su abuelo materno poseía conocimientos ocultos. Los progenitores del pai también heredaron este oficio sagrado. Así lo cuenta el pai: “Mi papá, que ya falleció, fue lo que dicen sanador y músico. Tocaba el bandoneón, la trompeta y el violín. Mi mamá, que tiene noventa, es bruja”. Un árbol genealógico así de prolífico significa que la familia pertenece a una raíz de brujos.

“Vengo de la raíz y nací con el don”, confirma Carlos. En una raíz de brujos el conocimiento pasa de una generación a otra mediante el don. “Al nacer con el don ya nos vienen todas las entidades junto a nosotros”, afirma el pai. También hay una interpretación numérica, reservada para entendidos, que permite saber si el futuro brujo podría llegar a mostrar proclividad hacia las transacciones diabólicas.

La esposa de Carlos fue la primera que llegó al país desde Paraguay. Cuando la familia se reunió vivieron primero en Quilmes y llegaron a la villa 31 en la época de los patacones. Esta etapa fue dura. La señora trabajaba en casas de familia y Carlos cartoneaba. Con su carrito recorría la villa y el centro de la ciudad “Éste no era así, era una chapa”, recuerda el pai Carlos. El templo era una piecita con suelo de tierra. Allí veneraban al Gauchito Gil y atendían las necesidades espirituales de los pocos vecinos que se acercaban. En algún momento llegaron a pedir un préstamo al Banco de la Provincia. El matrimonio distribuía su tiempo entre la atención espiritual, la limpieza de casas y la recolección de cartones. Como explica el pai: “los brujos tenemos una misión”. ¿Y en qué consiste? Simplemente en permanecer determinada cantidad de años en un lugar, ejercer su ayuda misteriosa y luego buscar otro destino. A los pais y espiritistas, de acuerdo a las reglas de esta raíz de brujos, les sobreviene un tiempo de cambio. Por eso, en estos momentos, están pensando en vender la propiedad para mudarse.

—Acá ya nos está llegando el tiempo de irnos, asegura.

Te van a matar mal

El pai sigue sentado en el banquito.

—En Paraguay también hemos tenido al Gauchito —sostiene.

Carlos tuvo un encuentro con el Gauchito Gil, un encuentro difícil de verificar como los que tienen los espiritistas con las entidades que los visitan: un día el santo popular se le apareció. La figura que en aquellos momentos tuvo ante sus ojos difiere en algunos detalles con la que ha sido difundida por la iconografía habitual en estampitas, ermitas y santuarios. Por lo tanto las estatuas que el brujo exhibe en el templo no son del todo exactas. De acuerdo a su visión:

—Es un muchacho muy lindo y no es muy alto. Tiene bigote y no tiene barba. Su cabello es medio castaño clarito, un poco largo, hasta por acá —indicando con el dedo que lo lleva por la nuca, debajo de la oreja— y tiene pequitas en el rostro.

En esta visión, ocurrida un 12 de agosto, el Gauchito traía “un poncho que siempre usó”. El fantasma, según el pai, se presentó para dar testimonio sobre los verdaderos hechos de su vida pública y para transmitir que aquel día correspondía con su fecha de cumpleaños.

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—Hasta ahora el Gauchito Gil no me volvió a aparecer. No te puedo mentir. Hasta ahora no me dijo más nada, nada, nada…

Luego se pone de pie y camina hacia otra sala. Antes de ingresar, junto a la entrada, hay un altar con cuatro representaciones de los pretos velhos, los reconocidos ancianos de origen africano.

—Son distintas imágenes del pai Joaquín, explica Sara. Y especifica las áreas de la vida donde interviene su acción bienhechora:

—Es un santo para los negocios, la abundancia y la prosperidad. Y también para la sanación mental, emocional y espiritual. Sus devotos le dejan dinero y alfajores.

El brujo ingresa en la otra sala que, a su vez, se conecta con otros dos salones. Son, en realidad, tres recintos unidos entre sí y dedicados exclusivamente a las divinidades esqueléticas. Los mosaicos que recubren las paredes forman columnas blancas y negras como la camiseta de fútbol del Club Atlético Central de Córdoba. Son unas veintitantas estatuas, algunas de la Santa Muerte, otras de San la Muerte y unas pocas del Tata Caveira. Las más grandes cautivan la imaginación insinuando su imagen atemorizante detrás de ramilletes de flores artificiales.

—Esta Santa Muerte la enviaron de México. En la aduana la revisaron y la rompieron —cuenta el pai Carlos y su hija, indignada, agrega:

—Para ver si tenía droga…Fue enviada por Eva, la hija del ex arquero Chilavert…

El pai Carlos reflexiona acerca de los devotos actuales:

—Hay gente que es devota sólo de boca, hay fanáticos, hay personas que vienen por curiosidad…

Llevarlo tatuado “como hacen ahora” no significa verdadera devoción. Para el pai el fervor consiste en “escuchar al Gauchito”, en tenerlo en el corazón. La curiosidad sin fe y la devoción sin corazón conducen a confusiones como creer que está bien consumir drogas o robar.

—Eso no espera de sus devotos. No robó el Gauchito. Eso ya hace la persona, se queja el pai.

Para el brujo la pandemia es producto de la falta de fe y devoción en todos los aspectos de la vida. En cambio los incendios que ocurrieron a principios de año en la provincia de Corrientes los adjudica a la mercantilización de la fe popular.

—Ibas a Corrientes y no había más que vendedores. Ya ni se veía al Gauchito desde la ruta. Nunca entendí por qué no hacían retirar a esa gente, se molesta Carlos en referencia a los hechos de fines del 2021 cuando el gobierno correntino desalojó a los puesteros que ocupaban las inmediaciones del santuario principal en la ciudad de Mercedes, a donde van de peregrinaje miles y miles de devotos cada año. La medida, según las noticias, fue adoptada a raíz de dos vecinos asesinados por denunciar a la mafia que controlaba parte del predio.

Entre las imágenes tétricas hay todo tipo de adornos y objetos como copas, vasos, ceniceros –algunos con forma de calavera—, petacas y botellas de café al coñac, estampitas alusivas, candelabros y, aquí y allá, como una especie de tótem diminuto, la figura del búho.

—El búho es porque San la Muerte es justo y él es el animal de la sabiduría, explica Sara.

Su padre observa las imágenes del Santito, que es como también se llama a San la Muerte, y no entiende por qué se le tiene tanto miedo:

—Así vamos a estar algún día. Ése que le teme no piensa ni usa la cabeza…

Los promeseros que se acercan primero piden permiso para entrar y luego, de a uno, depositan su vela. Entre las ofrendas hay un abridor y atados de cigarrillo sin abrir.

—El abridor es porque hay gente que quiere servir a San la Muerte o al Gauchito Gil. Es ya una tradición. Hay gente que se acostumbró a darle de fumar, a darle whisky o agüita, comenta la hija del brujo.

También hay un juego de té que es de plata y que dejó un promesero. Un juego con bandeja, platitos, tazas y cucharitas.

—En su día se le sirve café a San la Muerte. Y tiene que ser bien puro y con café al coñac, explica Carlos.

Lo que llama la atención de los visitantes es el lujo con el que están ornamentadas estas figuras tétricas y descarnadas. Tienen anillos, cadenas, collares y relojes de oro y plata.

Acerca de los relojes dice el pai, como si se tratara de una cuestión importantísima de magia simpática:

—Les tengo que poner pilas porque no puede haber relojes parados en su altar. Les pedí que no me traigan más porque si se detienen puede pasar lo mismo con la vida.

También hay placas de agradecimiento. Las que fueron fabricadas con materiales frágiles como yeso no fueron amuradas. Otros agradecimientos, que tampoco están exhibidos, son mensajes estampados como “Gracias San la Muerte” o “Gracias Gauchito Gil” en remeras, pantalones, zapatillas y banderas.

—Todos los vamos llevando al santuario de Corrientes, confirma Sara.

El espiritista explica que a la gente que no cumple lo que prometió al Gauchito o habla mal del santo le suele salir un sarpullido cuya picazón es insoportable. Es un tipo de afección que no puede sanar ningún médico, a menos que aquel que ha cometido la falta pida perdón. En el templo asisten a estas personas para decirles lo que deben hacer.

—Cuando desaparece lo que le salió, ahí el Gauchito demuestra que existe y que está, afirma rotundamente el pai.

Los trabajos y las noches El pai Carlos vuelve a la sala principal. Allí hay una puerta blanca que comunica con una pequeña salita dispuesta como altar dedicado exclusivamente a figuras religiosas femeninas. La mayoría —más de una veintena— son advocaciones de la Virgen María. La estatua más grande corresponde a la Virgen de Itatí. También están la del Valle, la de Guadalupe, la de Luján y la de Copacabana, venerada por los bolivianos, entre otras.

Semiocultas —ya que son de menor tamaño— hay estatuillas de Jesús, San Son y San Pantaleón, incluso una Biblia. Las flores son las únicas ofrendas admitidas por la dignidad de estas figuras.

—Somos católicos, dice Sara.

En este peculiar sistema de creencias coexisten umbandismo, catolicismo y brujería.

La gente que más se acerca al templo es por enfermedad y, en segundo término, para estar bien en sus casas.

—Los vecinos suelen decir: andá allá en el fondo a la casa grande del Gauchito, dice el pai.

En el templo atienden a todas las edades. Desde bebés de un año llevados por sus padres hasta abuelos de sesenta, setenta y ochenta años. Los males que aseguran curar son: dolores de panza (que es algo bastante común entre los concurrentes); pata de cabra hombre o pata de cabra hembra; mal de ojo débil o fuerte, entre otras dolencias.

Sara aclara:

—No estamos en contra de la ciencia. Ojo con eso. Ni todos los que vienen tienen una brujería.

El pai Carlos, a su vez, agrega:

—Pero estas cosas sólo vemos nosotros. Los que estamos en esto.

Todos los hijos acompañan al padre en estas actividades. Ellos son, además de Sara: Ori, Ángel, Teresa y Celi. La familia atiende los martes y viernes desde las nueve de la mañana hasta que se va la última persona.

—A veces solemos quedarnos hasta las dos y media de la madrugada —cuenta el padre.

Sara considera que su familia ha sido bendecida por este oficio. Manifiesta su orgullo con las siguientes palabras, despejando algunas ideas erróneas de naturaleza mágica:

—Amo lo que hago y estamos logrando muchas cosas a través de las entidades y del esfuerzo. Nada va a caer del cielo. Las cosas se obtienen con sacrificio.

Antes de la pandemia cobraban por las consultas una colaboración a voluntad, pero desde la cuarentena, y debido al incremento de los gastos del templo, han optado por un monto fijo.

Ahora bien, ¿por qué este templo está dedicado al Gauchito Gil y no a San la Muerte? La prioridad, en todos los santuarios, se explica por la entidad de la que se obtienen más favores.

—No tengo una devoción por uno en particular, aunque voy más hacia la Iemanjá y la Virgen, confiesa Sara.

—La Iemanjá también cura y tiene su leyenda, aclara Carlos y señala un espacio vacío en el centro del salón principal. Cuando llega una persona con una dolencia se coloca ahí una alfombra ritual. Se pide al recién llegado que se siente sobre ella mirando hacia el altar principal del Gauchito. En ese momento el pai conecta con el mundo invisible.

—Los espíritus me dicen qué le pasa, afirma.

Luego derraman sobre la persona un poco de agua preparada con un remedio. A continuación la recuestan y se la tapa con una tela roja. Si la dolencia, ya sea emocional o espiritual, se manifiesta como un malestar en el estómago del paciente, el pai o sus colaboradores suelen vomitar. Cuando la persona se retira del consultorio recibe de la hermana del pai uno o varios frascos con el agua con remedio para que se la lleve a su casa y se aplique baños.

También emplean métodos como la curación a distancia mediante fotos. Esta acción mágica, por definirla de alguna manera, es utilizada también para la protección de casas.

El trabajo misterioso con las fotografías se realiza de noche. Precisamente porque es cuando, según estas enseñanzas ocultas, hay más energía de las entidades. La explicación es sencilla: mientras en la “tierra terrenal”, que es donde nosotros vivimos, los seres humanos –—por regla general— duermen de noche y están despiertos de día, lo opuesto sucede en el reino de las entidades. De acuerdo a un criterio chamánico, duermen de día y permanecen despiertas de noche.

El pai efectúa las invocaciones nocturnas en la sala principal. Pero antes de empezar se realiza unos baños para tener buena energía. Recién entonces baja al templo. Primero prende las velas para crear en las penumbras una atmósfera de silencio. Luego reemplaza la alfombra por otra y coloca encima de ella una mesita bajita delante de la cual se sienta. Sobre la mesita extiende las fotos que le han dejado las personas que vinieron a solicitarle ayuda. Cuando el ambiente es lo suficientemente magnético y él está conectado, realiza una invocación para atraer a las entidades.

—La invocación está en el idioma de los muertos y eso es un secreto que no puedo revelar, dice misteriosamente Carlos.

Son varias las entidades que responden al llamado. Además de aquellas cuyas imágenes se exhiben al público, se presentan espíritus de brujas veneradas por la Raíz cuyas representaciones guardan en el templo pero está prohibido mostrar. San la Muerte preside a todas estas entidades. Su voz es como un murmullo que viene desde lejos y susurra detrás del oído.

—San la Muerte por ahora me habla a mí porque soy el mayor y el que dirijo, afirma el pai y agrega:

—Me dice qué tengo que hacer y qué no tengo que hacer.

San la Muerte es una entidad poderosísima que siempre se manifiesta bajo una forma que pueda tolerar la persona. Cuando acude apoya sus manos huesudas sobre los hombros del invocador. Éste, mientras dura el contacto, experimenta un contento de otro planeta.

—Tenés que tener coraje, asegura el pai con orgullo.

Las entidades dirigidas por San la Muerte observan las fotos mientras el pai ora por los que están enfermos o a punto de morir. Estos trabajos de brujería jamás son agotadores a pesar que le quitan horas al sueño. Al contrario, como brujo y como pai Carlos los necesita para revigorizar sus facultades. Son, mientras los ejecuta, mejor que un descanso reparador. Por eso, cuando no tiene nada pendiente durante la noche, se pasea por el templo a oscuras y se detiene delante de cada imagen para dialogar con las entidades representadas. Mientras tanto, otros espíritus le tocan la cabeza, los hombros, el cuello.

Una diosa sin nombre

El pai Carlos, seguido por su hija Sara, ingresan en otro recinto.

—Acá es Iemanjá, señala el primero.

Dos cortinas de tiras de papel metalizado color celeste cubren una de las paredes. Esta sala homenajea a la diosa del mar. En el centro hay un altar con tres imágenes de la deidad con el pelo negro y largo. Las rodean adornos marinos como caracoles y estrellas de mar además de distintos tipos de copas y flores artificiales blancas, azules y amarillas. También hay un cuadro de la orishá saliendo majestuosamente del océano y, junto a esta representación, un pez de madera que cuelga de la pared. Una gran estatua de tamaño natural de una Iemenjá negra domina todo desde un rincón. Tiene los brazos abiertos con las palmas hacia arriba.

Los días de celebración para el templo son el 8 de enero y el 12 de agosto, fechas de la muerte y nacimiento del Gauchito Gil respectivamente; los días 15 y 20 de agosto dedicados a San la Muerte; el 2 de febrero a Iemanjá y el 13 de mayo al pai Joaquín.

Los días del Gauchito y de San la Muerte se hace una gran choripaneada y los promeseros, además de las ofrendas, traen bebidas y tortas. La fiesta dura desde las cero horas hasta las doce de la noche. Se pone música y vienen grupos chamameceros.

También hay una conmemoración intrigante. Los 15 de junio buena parte del barrio suele estar en silencio. Esa fecha corresponde a una diosa poderosísima que odia las celebraciones. Cuando llega su día no hay que festejar, ni prestar plata, ni reírse, de lo contrario se corre el riesgo de llorar durante todo un año. Lo único que tiene que hacer la gente en su casa es poner frutas sobre una bandeja y, al día siguiente, depositarlas en un árbol sin decir absolutamente nada.

—Yo avisé a mucha gente para que hicieran. Pero su nombre no lo puedo decir —afirma el brujo sobre la identidad de esta deidad temible.

También realizan otros ritos asociados a la Umbanda como bautismos. Sin embargo durante la cuarentena fue complicado atender al público.

—Venía gente para saber si se atendía o no, comenta Carlos.

Hugo, el abogado de la familia, los asesoró durante esa época. Los servicios legales de este hombre forman parte de la trama donde interviene lo invisible. Un día, al igual que tantos otros que tienen una urgencia que resolver, se acercó al templo del Barrio Padre Carlos Mugica y le prometió al Gauchito Gil, a San la Muerte y a Iemanjá que si le concedían lo que necesitaba sería de por vida el abogado de la familia del pai. Y así sucedió. Gracias a él obtuvieron un permiso para seguir atendiendo, siempre y cuando cumplieran los requisitos que ya son de público conocimiento: aforo reducido, distanciamiento social, barbijo y utilización de alcohol. También se vieron obligados a acondicionar otra sala para que la gente pudiera aguardar dentro de la propiedad porque antes lo hacían formando una fila en el pasillo y la vereda. De a poco, por suerte, está viniendo más gente.

El vínculo con los vecinos es bueno, a excepción de los evangélicos que miran al templo con desconfianza. En cambio la relación con los católicos siempre ha sido cordial. De hecho, dentro del barrio hay otro santuario dedicado al Gauchito Gil cuyo cuidado depende de la parroquia Cristo Obrero. Su ex párroco, el Padre Guillermo, fue invitado al Templo del Gauchito por el propio pai Carlos. El sacerdote aceptó la invitación y recorrió las distintas salas.

—Dijo que todo es muy lindo y derramó agua bendita y ¨bendició¨ todo, asegura el pai.

Antes de marcharse el cura villero le recomendó:

—Siga haciendo, siga ayudando.

Sara señala una estatuilla.

—Ése que está en la casita roja fue nuestro primer gauchito en Argentina. Le cuidamos mucho porque es re antiguo.

El brujo, para que no quede ninguna duda, aclara:

—Es muy compatible el Gauchito con la religión Umbanda. Se trabaja muy bien con él.

De pronto recuerda que va llegando el tiempo de cambiar de barrio y dice, como si conociera un destino todavía oculto:

—Cuando se mude este templo no sé qué va a pasar con la villa…

Este texto es parte de una crónica más larga que fue publicada originalmente en la revista Ají, bajo el título de «La Casa Grande del Gauchito Gil»

Las fotos provienen del sitio web del Ministerio de Cultura, de la página ¿Quién fue el Gauchito Gil y qué cuenta su leyenda?

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Diego Jaureguis

Periodista y poeta. Licenciado en Comunicación Audiovisual por la Universidad Nacional de San Martín y cursando, en la misma casa de estudios, la Maestría en Sociología de la Cultura y Análisis Cultural.
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