Tibor Gordon: el superhéroe de la comunidad organizada

por Guillermo David (Biblioteca Nacional)

Para cualquier argentino Checoslovaquia es Praga, y Praga es, ante todo, una ciudad literaria. Si hay una Checoslovaquia para nosotros, que figuramos entre sus primeros lectores -como siempre, fue Borges quien inició su culto en el país- es debido a Kafka. Y, en las últimas décadas, al recientemente desaparecido Milan Kundera. Las estaciones intermedias pueden rellenarse con Gustav Meyrink, que, también gracias a Borges, volvió popular el mito del Golem. O con Karel Capek, que dio nombre a otro mito, continuador del anterior, pero moderno: el Robot. O con el aún menos conocido Jan Neruda, que le dio el seudónimo a un infatuado poeta trasandino. Checoslovaquia para nosotros es, también, una primavera lejana, la del 68, que anunciaba el fin de los socialismos de hierro. Y es el nombre de un curioso destino turístico donde el pasado gótico es mercancía visual y las pesadillas kafkianas, así como el horror hitleriano, son convenientes atractivos para las agencias de viajes.

A Kafka le quedaban apenas seis años de vida cuando la disolución del Imperio Austro-Húngaro, hacia el fin de la Gran Guerra, daba origen a Checoslovaquia, país inventado a partir de la difícil convivencia forzosa de varias naciones que, siete décadas más tarde, finalmente se divorciarían aliviadas. Unos meses antes, el 28 de mayo del 18, nacía en Nitra, Eslovaquia, Tibor Gordon, que estaría llamado a un extraño destino argentino.

Si se examina la geografía sagrada del norte de la provincia de Buenos Aires se destaca el predominio de los cultos católicos, oficiales: la Virgen de Luján, la capilla del Milagro en Zelaya, a poca distancia de Pilar, o un poco más lejos la iglesia de San Patricio en Mercedes, que honra el gótico pampeano. Sin embargo, algo desatendida por las disciplinas que indagan en la formación espiritual del pueblo argentino, en Manzanares, partido de Pilar, existe un sitio sagrado -y profano- llamado Arco Iris. Comunidad creada por Tibor Gordon a fines de los año cincuenta, fue por varias décadas, hasta su muerte en 1985, lugar de peregrinación de miles de almas dolientes en busca de sosiego. Pero antes de constituirla, casi sin querer, a fines del peronismo clásico, Tibor había recorrido un largo camino.

Dueño de un cuerpo privilegiado, de enorme talla, músculos excesivos y una sonrisa gardeliana, unía la pasión por el deporte con la curiosidad intelectual. Formado en colegios franciscanos, de quienes heredó el culto por la humildad -no sin tensión con sus estrategias de autopromoción de un yo extrovertido y locuaz- practicó con pasión múltiples deportes en los que, esforzándose más allá de los límites, descollaba. Practicó natación, water polo, lanzamiento de bala, jiu jitsu, gimnasia sueca y equitación, que lo prepararon para el que sería uno de sus oficios, el de hombre-espectáculo. Pero antes seguiría sus inquietudes intelectuales, centradas en el enigma de los poderes de la mente sobre el cuerpo.

Tras haber viajado por África en la adolescencia trabajando como cuidador de caballos, fue a parar a Londres con el objetivo de estudiar filosofía. Era el año 39: la guerra lo impidió como estudiante de Bertrand Russell y lo postuló, dadas sus condiciones físicas, para el ejército. Entretanto, había llegado el amor -su Eva, que lo secundará en todo su periplo vital- y un hijo. Por ser extranjero pudo optar y eligió conchabarse en el ejército norteamericano. Fue destinado a Ecuador, donde se esperaba una invasión nazi en las islas Galápagos. Allí se hizo amigo del presidente Galo Plaza, quien acabó contratándolo como instructor de la policía militar. Terminada su misión, dejó el servicio y empezó una nueva vida como showman: poseedor de un carisma extraordinario, organizaba espectáculos de demostración de fuerza que tenían gran impacto mediático. Viajó dando exhibiciones por Ecuador, Chile y Bolivia, donde nació su segundo hijo, y en 1944 llegó a Buenos Aires, donde se hospedó el primer día en el hotel de Jaime Torres, su primer patrocinador y amigo argentino. Terminaba la guerra; el país, al que amó como pocos, lo deslumbró. Fue su patria adoptiva instantánea.

Comenzó entonces su carrera hacia el estrellato: Tito Lectoure le organizó shows en el Luna Park y llegó a llenar la cancha de San Lorenzo con su espectáculo, en el que era presentado como un nuevo Sansón mezclado con Tarzán -de hecho, usaba deliberados y escuetos taparrabos de piel de leopardo, como el personaje de Johnny Weissmüller. Los diarios y revistas de la época -Crítica, El Gráfico, Así- lo muestran cinchando contra veinte hombres; impidiendo despegar a dos aviones a los que detiene con cadenas; siendo pisado por un camión lleno de gente; o sosteniendo en alto una roca de mil quinientos kilos. Incluso llegó a voltear un toro por los cuernos y a que le partan a martillazos adoquines de 150 kilos en la cabeza. La vida le sonreía. Y encima se parecía al Líder que sonreía desde los balcones rosados. Pero profundas inquietudes espirituales lo atravesaban.

Tibor Gordon había incorporado rápidamente el castellano a los cuatro idiomas que ya hablaba, y poseía el don de la palabra con la que lograba cautivar y transmitir una rara especie de sosiego a quien tuviera el privilegio de conversar con él. Siguiendo sus ansias interrumpidas en Inglaterra por develar el misterio de la mente, entabló relación con el entonces Ministro de Salud, Ramón Carrillo, quien era no solo el mayor médico sanitarista del período sino que además estaba obsesionado por problemas similares a los que acuciaban a Tibor. De hecho, había contratado como su asistente a Raúl Sciarreta, filósofo y futuro introductor de la enseñanza de Lacan en el país, en diálogo con el cual esbozó un gigantesco volumen sobre Antropología Filosófica; la cura del dolor psíquico era una de sus preocupaciones centrales. Carrillo, viendo las dotes hipnóticas de Tibor, lo recomendó al principal psiquiatra de entonces, Enrique Pichón Riviere. El pensador forzudo no tardó en involucrarse de lleno en una de las primeras comunidades terapéuticas en las que Pichón probaba el que sería su aporte singular a las terapias, la psicología social.

Entretanto, se eclipsaba el peronismo y Tibor, cercano a los cuarenta, iba avizorando el fin de su trabajo en el mundo del espectáculo. Sus intereses, por lo demás, se habían desplazado. Con sus ahorros compró un tambo abandonado en Pilar, e inició su labor como productor de leche. Pero su vocación de sanador ya estaba declarada. Y su fama hizo el resto. El lugar no tardó en llenarse de peregrinos que iban en busca de la palabra reconfortante y el consejo sabio. Y, también, de ayuda material. Vestido de paisano, con poncho, bombachas, botas y sombrero, llegaba montado a caballo, se apeaba y caminaba dando consuelo. Cada tanto, sobre todo los 25 de mayo, organizaba grandes conmemoraciones con algo de ceremonia sagrada que generaron la suspicacia de los gobiernos posteriores al 55. Siete veces fue preso, acusado de ejercicio ilegal de la medicina, y las siete veces fue absuelto. La comunidad, a la que llamó Arco Iris, recibía los fines de semana caravanas de todo el país. En su chacra, alrededor del quincho, fue formándose todo un pueblo.

En los años sesenta se calcula en unas quince mil personas por día el flujo de peregrinos; la colectividad llegó a tener 650 mil afiliados que pagaban una cuota módica con la que se brindaban todo tipo de servicios. Tenía comedor, abogados, gestores de jubilaciones, bolsa de trabajo (proveía mano de obra a grandes empresarios que también acudían a él en busca de consuelo); había puestos con médicos, una cooperativa de compra de artículos del hogar y un sistema de pensiones para viudas y desamparados. Es decir, una verdadera comunidad organizada sostenida por el bondadoso líder carismático que dispensaba a diestra y siniestra su palabra sonriente y hacía circular los bienes.

Además de la prensa, que cada tanto se ocupaba de él, Arco Iris publicó el periódico Fortaleza de Fe y la historieta titulada Tibor Gordon -nombre de superhéroe si los hay- en la que se narraba a los niños su vida de aventuras. El propio Tibor escribió Mi vida, y varios adeptos dieron a luz libros como Juicio a Tibor Gordon o Tibor Gordon visto por un médico. En esos textos se pueden apreciar algunas claves de su eficacia. Que, como en todo líder carismático, radicaba en principio en la fuerte oralidad que Tibor profesaba, en la que sagazmente predicaba un mensaje cristiano -caridad, esperanza y fe, bajo diversas formas– y propiciaba formas de vida sencillas, colectivas, con una ética de la humildad en la que, aunque evidente, no declaraba su filiación. Porque Tibor jamás se dijo cristiano, ni peronista, aunque sus modos son muy claramente tales.

Alguna vez Horacio González me contó que en los sesenta, atraído por el fenómeno, e indagando en los comunitarismos populares, fue a visitar el lugar de la mano de Alfredo Moffat, que allí veía encarnada la experiencia de la que nombrará “psicoterapia del oprimido”. El Hermano Mayor, como llamaban los acólitos más fanáticos a Tibor, desencadenaba el tipo de pasión que hoy solemos ver en los cultos evangélicos. En los momentos culminantes del culto solía apelar al ceremonial del acervo cristiano. Por ejemplo, portaba un poncho de siete colores que al final del acto era cortado en pedazos y distribuido entre los fieles. Remedaba así a San Martín de Tours, el Santo Patrono de Buenos Aires, que cortara su capa para cubrir del frío a un peregrino desamparado. También repartía el pan en una suerte de Eucaristía laica, y daba a los fieles un puñado de sal: entre muchos pueblos indígenas quien come sal con otros, ya es un hermano. Aunque se declaraba apolítico, alguna vez se lo vio acompañando a un candidato de la UCRI.

La bóveda que contiene sus restos mortales en el cementerio de Pilar sigue siendo lugar de peregrinación de sus devotos. Una banda de punk rock peronista y conurbana lleva su nombre.

Texto publicado originalmente en Página 12

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Guillermo David

Guillermo David

Director Nacional de Coordinación Cultural, Biblioteca Nacional Mariano Moreno.
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